Al final de la noche, el destino apareció frente a los ojos de Miara que le sugirió a Jens darse la vuelta.
Las manchas sobre el mar llamaron su atención. Observó al primero aislado del resto. La madera tallada. Otro más. Y la marea lenta les abría los ojos.
Un cementerio de barcos, cada uno distinto del otro. Y allí estaba, siendo el centro de atención de todos los barcos abandonados, una formidable montaña de roca que se elevaba desde las profundidades hasta cosquillear las nubes.
La sabia marea los arrinconó con generosidad sobre el pico rocoso, tan colosal como la ola de Lunaria.
—Esto parece ser… —Jens analizó el rocoso con detenimiento.
—Ella nos trajo hasta aquí —Acarició los desniveles.
Por donde recorrieran la vista, se apreciaba cuanto nombre existiera en la tierra, decenas de países, como una escultura a mitad del mar.
—Creo que está claro —Jens le mostró una sonrisa cómplice apoyando su mano en ese monumento.
—Al fin llegamos.
***
Mi cabeza echaba humo. Observaba el mapa pero no comprendía como eso me ayudaría en medio del mar, rebuscando en lo más recóndito de mi mente recordé a Miara.
La estrella brillante que había señalado y luego… ¡Santa Elena, era un mapa formado por estrellas!
Sonreí victorioso, lastimosamente no había público que aplaudiera mi descubrimiento.
En medio de mi nado, advertí la velocidad a la que iba. La energía me desbordaba por aquella lechuga y de seguro le ganaba una carrera al mismísimo Michael Phelps.
Cuando creía que me estaba desviando del camino, me detenía y comparaba mi posición con las estrellas. Fue un rato largo y aunque trataba de ignorar mis pensamientos, estar conmigo mismo durante horas, la misión se complicaba.
Si quería cumplir mi sueño, tenía que ser fuerte. El dolor era inevitable, pero por lo menos ahora estaba consciente de ello. Necesitaba cambiar, vivir en un círculo vicioso por el resto de mi vida no me llevaría a lo que realmente anhelaba.
Tomar una buena chocolatada caliente, sentado en un cómodo sillón aterciopelada.
Se me llenó la boca de saliva al imaginar la taza humeante y el olor a chocolate seduciendo mis sentidos.
Todo tenía su precio en este mundo, inclusive la paz. Y no lo vi con malos ojos. De hecho, tenía muchas ganas de hacerlo, como si hubiera renacido luego de la paliza.
Mis padres se sorprenderán con el nuevo Libo.
Apreté el pantalón. En un suspiro de alivio confirmaba que aún la tenía conmigo. Mi bolsillo rebosaba de la lechuga milagrosa, con eso de seguro mi madre se repondría.
El poder que llevaba dentro era sin dudas impresionante.
Aumenté mi crol, tratando de hacer de esta odisea un entrenamiento.
Fue en el momento justo cuando una luz roja surcó el cielo.
Centenares de barcos, pero solo en uno se hacía la fogata. Iluminada por las flamas, Miara tomó el arma y disparó otra vez la bengala roja.
—¡Deja eso o llamarás a otro gorila! —gruñí.
Se sobresaltaron en sus lugares, cada uno ocupando los extremos de un bote. El fuego se apoderó de la camisa verde oscuro de Jens que rápidamente lo ocultó bajo el agua.
Me observaron con los ojos brillosos.
—Parece que están viendo a un fantasma —bromeé nadando hacia ellos.
Sin decirme nada, saltaron al mar...
¿Qué era esto?
Sabíamos muy poco el uno del otro, éramos apenas conocidos, sin embargo... No había sentido la necesidad de calor hasta que me acogieron entre sus brazos.
Mis manos quedaron extendidas. No bromeaba cuando era capaz de contar con los dedos las personas que me habían abrazado en estos dieciocho años. Mi padre, mi madre, y la señora Estribalos.
Del último creo que solo fue una palmada, pero me gusta contarlo.
Esto se sentía… ¿Tener amigos? Podía comprender por qué las personas siempre andaban con uno. Sus sentimientos me llegaron, estaban preocupados y las palabras sobraban.
Jens, Miara, Libo. En ese orden, de pie frente a la montaña rocosa, parados en un barco diferente pero pegados el uno del otro.
Exhibió la piedra y su luz reflejó una tímida curva en los labios. Dijo unas palabras en secreto y la punta se volvió ardiente emitiendo un color anaranjado. Con delicadeza, levantando el meñique, escribió su nombre.
—Espero que nos den puntos extras —bromeó Jens.
Dream. Suspiré al recibir la piedra. Tibia y latía en mis dedos como si estuviera viva. La sostuve en lo alto. Buscando el espacio entre los nombres, apunté:
L
I
B
O
Antes de hacerlo, nos examinamos con la mirada. Jens se frotó las manos con ansias.
Miara asintió.
El momento había llegado.
Apoyé mi mano tapando mi nombre al instante que fui aspirado. La montaña en medio del mar me había sumido en sus entrañas.
Al mismo tiempo en otro mundo…
En Sudamérica hacía años que la claridad fue secuestrada.
La tormenta de arena impedía ver con detalles los escombros de una ciudad devastada. Sin embargo, nada parecía importarle a ella, rodeada de extensos pilares que ahora eran el esqueleto de un lujoso rascacielo.
Debajo de sus borcegos negros se cubría el polvo que desnudaba la metrópolis.
Observaba el cielo con interés, como si fuera capaz de mirar más allá de las nubes de cenizas. Su cabello negro con tímidas ondulaciones mecían por su hombro.
Intentó recordar la sensación, la que hacía minutos la obligó a detenerse en un lugar vacío donde lo único que había era el olor a muerte. La conexión se fortalecía. El hilo rojo volvía a tensarse arrastrando su cuerpo.
La llamaba, desde otro mundo.
El latido de un bastón a sus espaldas la regresó al presente.
Con cuidado, procurando no caer ante las masas de escombros, el bastón se detuvo, no antes de dar un golpe al cemento.
Ella chistó, molesta.
—Deja de seguirme —se quejó sin apartar la vista del techo humeante.