1985.
Unos pasos apresurados hacen eco en los escalones metálicos que llevan al campanario.
Su boda no debía ser así, pero la cosa no pintaba nada bien. El calor y el esfuerzo lo hacían sudar copiosamente, y el sudor, resbalar. Varias veces estuvo a punto de rodar por los escalones debido a eso y a la sangre que brotaba de su hombro izquierdo.
A pocos metros, un par de criminales obesos con insignias policiales, luchaban por alcanzarlo sin que un infarto los fulminara antes. Debían asesinarlo, pero lo estaba haciendo demasiado difícil. El maldito era delgado y por lo tanto, liviano y ágil.
Un rastro de sangre llamó la atención de uno de ellos.
—¡Mira, güey, sí le diste! —exclamó emocionado, aunque en voz baja.
—¡Detente, Ortega! —gritó el otro— ¡Estás perdido, no tienes para dónde correr! ¡Ríndete, galán!
En vista de eso que ahora sabían, ya no sintieron la necesidad de agotarse y subieron despacio. Tenían ventaja. La única ruta de escape para Braulio Ortega, era la muerte. Por dónde la viera.
Abajo, los gritos de las mujeres, entre las que se encontraba su angustiada progenitora, rompían el silencio de la espera.
Braulio miró hacia abajo en busca de una ruta alterna de escape. Pero no la había. Diez metros lo separaban de un piso de adoquín sin que nada amortiguara su caída. Una lona, algún árbol, nada.
Sabía qué moriría, esos hombres no estaban ahí para aprenderlo, sino para asesinarlo y callarle la boca para siempre. Miró para abajo una vez más, al lugar dónde estaba toda la gente reunida. Cruzó hacia el siguiente arco, no quería matar a nadie cuando cayera. De espaldas a la multitud cerró los ojos y un par de lágrimas rodaron por sus mejillas. Estaba perdido, pero si iba a morir, sería a su manera.
—Perdóname mamá... —apretó los ojos y se dejó caer de espalda en el preciso momento en el que los policías subían el último escalón.
Gritos de terror se escucharon cuando su cabeza estalló al estrellarse contra el suelo, quedando en una posición macabra, poco natural.
Doña Josefina perdió el sentido en ese instante, y la vida una hora más tarde en el hospital. Ver morir así a su hijo, fue sido una impresión imposible de superar. Sobre todo, ese día, que tendría qué haber sido uno de los más felices de su vida: El día de su boda.
2021
Aunque el inclemente verano se había estado resistiendo a irse, Sofía sabía qué esa lluvia de noviembre, traería por fin las temperaturas esperadas para esa época del año.
El cielo estaba cubierto de nubes grises y oscuras, de esas que presagian lluvia, o al menos, una llovizna. A pesar de que sabía que habría gente en el cementerio por ser día de muertos, conocía el lugar lo suficiente para no toparse con los deudos y caminar tranquila entre las tumbas.
Era el primer año, después de la pandemia en qué abrían el panteón de nuevo al público. Sin embargo, al ser un lugar antiguo, no tenía tanta afluencia como el resto. Salvo un pequeño grupo que partió rápido y los vigilantes, nadie más había ahora aparte de ella y los que descansaban bajo la tierra.
El viento frío soplaba y silbaba al chocar contra las tumbas, unas más antiguas que otras. También había sepulturas casi borradas. Sin cruz ni señal, más que un rectángulo de concreto o un montículo de tierra y era triste verlas así. Quizás los familiares habían muerto o se habían ido al país vecino.
Agachada, Sofía apartó un poco de polvo con las manos y le colocó una flor de plástico a la tumba sin nombre. Imaginó que la persona ahí abajo, ya no estaría así tan triste. Repitió la operación en todas las que encontró.
—Buenas tardes, señorita —saludó el vigilante, lo que la sacó de su ensimismamiento tan de repente, qué la hizo saltar y tocarse el pecho.
—Ay, oiga, no me hable tan al tiro...
—¿Qué está haciendo?
—Nada malo. Solo limpiaba un poco.
—¿Son familiares suyos?
—No —se levantó y se sacudió el polvo de las rodillas.
—¿No? ¿Y entonces? ¿Por qué lo hace?
—¿Tiene algo de malo?
—Pues malo no, pero bueno tampoco. Porque ¿cómo sabe que la gente de esa tumba no era gente mala y por eso ni nombre les pusieron?
—Tal vez no lo sabían y murieron como anónimos.
—No, señorita, no haga eso. Se le va a pegar un muerto y luego va a andar batallando, va a ver —advirtió con un tono que le pareció divertido.
—No exagere.
—Cómo quiera. Allá usted. Ya mero cerramos, eh, a las cinco. No sé vaya a quedar aquí encerrada.
—Ok, gracias.
El vigilante se dirigió a la puerta. Sofía sacó su celular para ver la hora y éste se le cayó al lodo.
—¡Námames! —dijo y lo recogió, pero como había agua, la suficiente para cubrir el aparato, el daño fue total. Igual lo rescató y lo echó en el bolsillo de su chaqueta de fieltro gris.
La lluvia empezaba a arreciar y el lodo se empezaba a volver muy espeso, resbaloso y pegajoso, por lo que antes de pisar la vereda de cemento, casi cae en una tumba abierta, pero la jardinera de al lado, impidió que eso sucediera.