Entre Sombras

5. Muy tarde

Sofi volteo para atrás con temor de lo que podría encontrar, pero no vio nada.

—Ya, no seas payasa —le dijo a su amiga— estoy con el Pipo nadamás. Ya me dió frío, voy a prepárame un té ¿Quieres?

—Sí, wey. 
Ambas rieron.

Sofi se retiró de la pantalla y se fue a preparar su infusión de siete azahares, pues a pesar de que el sol calentaba ese cuarto casi todo el día, se percibía un ambiente inusualmente frígido.

Sara, la amiga de Sofi que esperaba a que volviera, decidió desconectarse un momento. No resistía ver lo que estaba sentado en la orilla de la cama y qué por cierto, no dejaba de ver hacia la pantalla.

Pipo descansaba a una distancia prudente del ente en la misma cama. Braulio miraba asombrado la pantalla de la computadora de Sofi. Era un aparato increíble. El los años en los qué él vivió, ese tipo de tecnología se veía muy lejana aún; era más bien, cómo cosa de los «Supersonicos».

En la cocina, Sofía sacó una cuchara de un cajón y cuándo volvió a dónde estaba su taza, a un lado de la estufa, todas las puertas de todas las alacenas y el resto de cajones, estaban abiertos. La joven ahogó un chillido cubriéndose la boca con ambas manos.

Braulio acudió al ver a otro ente no autorizado, salir de la cocina y entrar al espejo de la recamara.

—¡Hey tu! —le habló, pero cuando aquel ser volteó y lo vió, supo qué no se trataba de una sombra común.

Sofi cerraba todas las alacenas y cajones. Ya no podía negarlo, era cierto, no estaban solos Pipo y ella en ese lugar.

Sara, por la impresión, sufrió un ataque de nervios y se negaba a encender el monitor. Temía por su amiga, pero más temía qué esa cosa pudiera atravesar la pantalla y meterse a su casa.

La joven volvió con su té a la recamara y abrazó a su perrito. Tenía mucho miedo. Nunca le había sucedido algo así antes. Incluso, culpó al vigilante del cementerio por «echarle la sal».

—Viejo desgraciado —murmuró, aferrada a Pipo, qué ya se estaba incomodando con tanto apretujadero y chilló para que lo soltara.

Braulio recordó lo que le dijo gris, pero por la forma en la que aquella cosa lo vio, dudaba qué estuviera dispuesta a ponerse bajo sus órdenes.

😬😬😬😬😬

Franco no había visto a su hijo desde hacía unos cinco años. Tampoco es que tuviera muchas ganas, ya que su parecido con su hermano volvía incómoda su relación.

Para Erick era difícil aceptar el rechazo de su padre, sobre todo por la razón que argumentaba. Él no tenía la culpa de parecerse a su tío y mucho menos, era Braulio.  Era absurdo, pero aunque le habría encantado evitar ese encuentro, su madre insistió en que se esforzará por hacer las paces con su padre, antes de lo inevitable.

Pero él no estaba molesto con Franco. O tal vez sí. Quizás solo estaba dolido y no creía que le interesaba lo que le pasaba, pero por complacer a su progenitora, decidió viajar hasta la vecina ciudad para comunicarle algunas cosas.

Pálido, delgado y con una gorra de los Dodgers puesta, Erick Ortega entró con pasos lentos por un costado hasta llegar a la sacristía en busca de su padre.

Una sombra delató la presencia de alguien en el Interior de la sacristía.

—Papá, soy Erick, abre.

No hubo respuesta, pero la sombra seguía paseando de un lado a otro muy rápido, lo cual le pareció extraño. ¿Estaría acaso tan ocupado que no lo quería recibir?

—¡Papá! ¡Soy Erick!

Una mano se posó sobre su hombro y lo hizo voltear.

—Aquí estoy, hijo.

—Creí qué estabas adentro.

—No hay nadie ahí, apenas vengo a abrir.

Confundido, Erick se movió a un lado para que Franco pudiera abrir la puerta.

—Pasa...

El joven lo hizo y buscó un asiento rápido, caminar tanto lo había dejado agotado, pero se negó a utilizar la silla de ruedas. No quería qué lo viera así.

—¿Cómo estás, Erick?

Era irritante cómo Franco evitaba mirarlo, pero decidió que no iba a dejar que eso lo afectará. Podía ser esa la última vez qué se vieran y no quería dilapidárla con discusiones estúpidas.

—No tan bien cómo quisiera, pero tan mal cómo otras veces.

—¿Cómo vas con el tratamiento?

—Lo dejé.

—¿Cómo qué lo dejaste? ¿Por qué? Preguntó en tono de reclamo.

—Porque no está sirviendo de nada. Papá mírame...

De reojo, Franco vio a un chico pálido, calvo, extremadamente delgado con apariencia de un hombre de sesenta años.

—Está bien, no me veas, total, no hay mucho que sea digno de ver. Solo vine a despedirme.

—No, no digas eso...

—Ya no hay nada qué hacer y no me quiero morir en un hospital. Estoy harto de ellos. Cómo dije, ahora qué aún tengo un poco de fuerza, vine a despedirme de ti.

Franco se aferró al crucifijo qué tenía entre las manos hasta qué los dedos se le entumecieron y dolieron.




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