Entre Sombras

6. Lenguaje florido

Erick se acomodó en la cama del hospital. Se sobó su calva mientras esperaba a que su madre le llevara ropa para cambiarse y regresar a casa. 

Era cierto lo que le dijo a su padre en el sueño, no quería morir en un hospital. Estaba harto de ese lugar y sus remedios inútiles que solo parecían estarlo matando más rápido. Además, tenía unas ganas enormes de verse con pelo otra vez. 

—¿Llamó mi papá? —preguntó a su madre en cuanto la vio atravesar la entrada del cuarto. 

—No.

—¿Segura?

—Claro que estoy segura, Erick. No estoy loca.

—¿Le dijiste dónde estaba?

—Le mandé un mensaje, no tengo ganas de estarlo oyendo.

—Nunca ve los mensajes —suspira decepcionado.

—Ya no deberías esperar nada de él. 

—Cuando supo lo de la cosa está, creí que cambiaría. No sé cómo puede ser sacerdote cuando no siente la mínima compasión por nadie. Eso no es lo que Jesús quiere. 

—Ya se las verá con Él cuando muera ¿Te ayudo? 

—No, gracias, puedo solo. 

 

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Sofía tenía tres días sabiendo que Pipo y ella no estaban solos. Tal vez —solo tal vez—, el guardia del cementerio tenía razón. Pero, ¿por qué ahora? No era la primera vez que lo hacía. Cada año, durante la primer lluvia del otoño o del invierno, asistía al Cementerio Municipal número uno de la ciudad de Mexicali. 

Le gustaba ir y quedarse bajo el resguardo de algún árbol, en lo que terminaba de llover para recorrer los pasillos y ver las tumbas más antiguas. 

Y sí, no era un pasatiempo muy común. De hecho, no conocía a nadie que hiciera algo así. Pero encontraba en ese ambiente un encanto melancólico y pacífico, a pesar de estar en el centro de la vorágine citadina diaria, justo enfrente de «La Cachanilla», el primer y más  grande centro comercial de la ciudad. 

Era gracioso que, tan solo por cruzar el portón del cementerio, el sonido del tráfico y la gente disminuyera tanto, no obstante tener una cerca de block de metro y medio de altura. Si se paraba de puntillas podía ver al exterior con facilidad.

Siendo el tercer año que asistía a su imperdible cita, hasta ese día, no había tenido ningún problema. ¿Qué había hecho diferente? Nada. 

¿Entonces, por qué la había seguido esa presencia?

¿Sería prudente preguntarle o se vería muy tonta hablándole a la nada? ¿Y si le contestaba?

Pipo chilló cuando trastes de cocina empezaron a caer de las alacenas abiertas y Sofi lo abrazó para ofrecerle consuelo, aunque estaba tan asustada cómo él. 

—¡Wey, ya! ¡Estáte en paz! —ordenó al ente con una voz temblorosa. 

En respuesta, el fenómeno empeoró y no solo eso, sino que se escuchó una risa ronca y burlona. 

Aterrados, Sofi y Pipo no se separaron. El cachorro, envalentonado, decidió que era tiempo de portarse cómo el guardian que se suponía que era y se separó para empezar a ladrarle frenético. 

El ente lo levantó por el aire y lo lanzó contra una pared. Sofi se llevó las manos a la cara con angustia y corrió a ver cómo se encontraba su adorada mascota. 

—¡¿Cómo te atreves, bastardo hijo de tu reputa madre?! —levantó al perro con cuidado y lo recostó en la cama a su lado, temiendo alguna fractura —¡¡¡Es un bebé, maldito culero!!! 

Otro gruñido y otra risa.

—¡¡¡Chingas a tu madre, Braulio!!!

Pero Braulio no estaba ahí en ese momento.

Sofi tomó a su perrito y salió de su vivienda sin rumbo, lo único que quería era poner a salvó al animalito y a ella misma. Ya volvería con respaldo, porque una cosa era atacarla a ella, pero al pequeño Pipo, a un animalito inocente, no lo iba a permitir. 

—¿Qué está pasando, Sofi? Desde anoche estás haciendo mucho ruido —preguntó una vecina.

—Luego le cuento, ahorita no puedo, tengo que llevar al Pipo al doctor.

Una mezcla de ira y rencor se apoderó de ella cuando miró hacia la ventana de su cuarto y un espanto horrendo se asomó por la ventana de su cuarto. Sofia se despidió de él con un combo de las señas más groseras que se sabía, se subió al auto y se marchó.

 

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Desesperado, Franco buscaba apaciguar sus cargos de conciencia con oraciones interminables. Pero para él eran solo palabras vacías que en realidad, nada conseguían. 

—¡Infeliz traidor! —escupió Braulio en su oído— ¡No importa cuánto reces, Dios no quiere a los traidores! ¡Caín! ¡Hipócrita!

Si bien, no podía entrar al templo, la sacristía no formaba parte de él y era un lugar al que podía acceder, aunque solo cuando su hermano estaba ahí. 

 

 

 

 

 

 




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