Isabella Martín.
No dormí esa noche.
Entre los pedazos de vidrio aún esparcidos en el suelo de la sala y el eco de aquella voz en mi oído, me fue imposible siquiera cerrar los ojos. Cada sombra en las paredes me parecía sospechosa, cada crujido del edificio, una señal de que alguien estaba ahí, vigilándome.
Al amanecer, el cielo tenía un tono grisáceo, como si también guardara secretos. Me preparé un café cargado, esperando que la cafeína escondiera las huellas de mi insomnio. No podía permitirme llegar al trabajo con la apariencia de una mujer quebrada; si algo había aprendido, era a sostener la máscara de normalidad incluso cuando por dentro me consumía el miedo.
Me repetía: “Fue solo una llamada. Pudo ser una broma. No lo pienses tanto.”
Pero en el fondo sabía que no era así.
Al llegar a la oficina, sentí ese ambiente artificialmente tranquilo: el murmullo de teclados, el aroma a café reciente, las conversaciones triviales de mis compañeros. Todo funcionaba como un mecanismo perfectamente engrasado, mientras yo me sentía fuera de lugar.
Encendí mi computador, pero apenas podía concentrarme. La pantalla frente a mí se volvía borrosa cada pocos segundos. Estaba segura de que, en cualquier momento, otro mensaje anónimo aparecería en mi bandeja de entrada.
—¿Estás bien?
La voz me sacó de golpe de mis pensamientos. Alcé la mirada y lo vi. Alejandro.
Estaba de pie junto a mi escritorio, con ese aire seguro y sereno que siempre parecía acompañarlo. Sus ojos oscuros, intensos, se fijaban en mí con una atención que me incomodaba y me tranquilizaba al mismo tiempo.
—Sí… —respondí con rapidez, demasiado rápido—. Claro, estoy bien.
Su ceja se arqueó apenas, como si no creyera del todo en mis palabras.
—Lo digo porque luces… —hizo una pausa breve, buscando la palabra adecuada— distinta.
Distinta.
Qué fácil era para él leer más allá de lo evidente. Yo había pasado años perfeccionando la habilidad de ocultar mis emociones, de tragarme los miedos sin que nadie los notara. Y aun así, frente a él, esa máscara parecía resquebrajarse.
—Solo es cansancio —mentí, bajando la vista hacia los papeles de mi escritorio—. No dormí mucho anoche.
Él no respondió de inmediato. Lo sentí observarme unos segundos más, como si tratara de descifrarme. Finalmente asintió, aunque la duda persistía en sus ojos.
—Está bien. Pero… si necesitas hablar, aquí estoy.
Su voz sonó sincera, sin intenciones ocultas. Eso fue lo que me desconcertó. Estaba acostumbrada a la superficialidad de la gente, a las frases dichas por compromiso. Pero Alejandro parecía distinto: había en su tono una honestidad que me desarmaba.
—Gracias —susurré, casi en un hilo de voz.
Él sonrió apenas, esa clase de sonrisa que no se muestra entera, pero que deja una huella duradera. Luego se retiró hacia su escritorio, y yo me quedé con una extraña sensación en el pecho: un calor inesperado, mezclado con la incertidumbre que me estaba consumiendo desde la noche anterior.
Mientras fingía concentrarme en mi trabajo, no pude evitar mirar de reojo hacia él. Alejandro escribía en su portátil, enfocado, pero de vez en cuando sus ojos se levantaban y se cruzaban con los míos. Y cada vez que eso ocurría, sentía una corriente recorrerme la piel.
Era absurdo. No podía estar pensando en él cuando había alguien afuera —o tal vez demasiado cerca— jugando con mi vida. Y sin embargo, ahí estaba yo, atrapada entre el miedo y una atracción que no pedí, pero que se insinuaba con fuerza en cada mirada.
○●
A lo largo de la mañana intenté convencerme de que todo seguía igual que siempre. Las llamadas, el sobre, los cristales rotos… podía dejarlo todo en un rincón de mi mente, sellado bajo la etiqueta de casualidad o mala broma.
Pero cada vez que escuchaba el timbre de un teléfono en la oficina, mi cuerpo se tensaba. Cada notificación que aparecía en la pantalla me hacía contener la respiración.
En medio de ese estado de alerta permanente, Alejandro volvió a acercarse.
—Isabella —dijo mi nombre con suavidad, como si probara su sonido, como si no quisiera perturbarme más de lo necesario.
Levanté la vista. Tenía una carpeta en la mano.
—Necesito tu firma en estos documentos.
Tomé la pluma y firmé, consciente de que él me observaba. Su mirada no era invasiva, pero sí constante, como si se negara a aceptar mis respuestas automáticas.
—Gracias —dije, devolviéndole la carpeta.
No se movió de inmediato.
—De verdad… si pasa algo, puedes confiar en mí. —Su tono era bajo, lo suficiente para que solo yo lo escuchara.
Me quedé helada. ¿Podía haber notado tanto? ¿Era tan evidente que algo estaba mal?
—No pasa nada, Alejandro —respondí, con esa sonrisa ensayada que tantas veces me había servido de escudo—. Solo estoy cansada, eso es todo.
Él no insistió, pero tampoco parecía convencido. Se limitó a asentir y regresó a su lugar. Sin embargo, su gesto quedó grabado en mí: esa forma de ofrecer ayuda sin esperar nada a cambio, sin presionarme, me resultaba extraña. Y peligrosa.
Porque cuanto más lo miraba, más sentía que acercarme a él significaba derribar las murallas que había construido durante años.
#2496 en Novela romántica
#238 en Thriller
#116 en Misterio
amor miedos secretos, verdadesocultas secretos y mentiras, redencion y sacrificios
Editado: 19.08.2025