El papel temblaba entre mis dedos, aunque intentaba disimularlo cerrando el puño sobre él. El mensaje aún ardía en mi mente, como si estuviera grabado a fuego: “No confíes en nadie. Ni siquiera en él.”
Alejandro estaba a pocos pasos, su silueta recortada por la luz amarillenta de los faroles del estacionamiento. El eco de sus pasos todavía resonaba, y su voz había quedado suspendida en el aire.
—Isabella, ¿estás bien? —preguntó de nuevo, esta vez más cerca, con un tono que mezclaba preocupación y autoridad.
No pude responder al instante. Tenía la sensación de estar atrapada en una trampa, de que cualquier palabra podría delatarme. ¿Debía confiar en él? ¿O justamente él era el peligro que esa nota intentaba señalarme?
Lo observé fijamente, buscando en su rostro algún indicio, una grieta en su expresión que me revelara la verdad. Sus ojos se mantenían firmes sobre los míos, oscuros y profundos, y por un instante me pareció que había algo más que simple interés: algo parecido a una urgencia, como si también estuviera cargando con sus propios secretos.
Tragué saliva, intentando recuperar la calma.
—Sí… solo estaba distraída —murmuré, intentando sonar convincente.
Alejandro frunció el ceño.
—¿Segura? Te ves pálida.
Sentí que debía moverme, que quedarme ahí demasiado tiempo aumentaba mi vulnerabilidad. Guardé el papel en el bolsillo de mi abrigo con un movimiento rápido, casi imperceptible, como si escondiera un delito.
—Estoy bien —insistí—. Ha sido un día largo, nada más.
Él me sostuvo la mirada unos segundos más, como si intentara descifrar lo que yo no decía. Finalmente, suspiró.
—De acuerdo. Pero… Isabella, si necesitas algo, lo que sea, puedes decírmelo.
La calidez de sus palabras chocó con la frialdad de la advertencia en la nota. Una parte de mí quería confiar, rendirme al alivio que me ofrecía su voz. La otra me gritaba que debía mantener la distancia.
Asentí sin comprometerme, y él dio un paso atrás, dándome espacio.
—¿Quieres que te acompañe hasta tu coche? —ofreció.
—No, gracias. Prefiero ir sola —dije demasiado rápido, lo cual pareció sorprenderlo.
Alejandro no insistió. Solo inclinó la cabeza, como si aceptara mi decisión a regañadientes.
—Está bien. Descansa, Isabella. Nos vemos mañana.
Lo vi alejarse, su silueta perdiéndose entre los autos hasta que desapareció por completo. Recién entonces dejé escapar el aire que había estado conteniendo. Mis manos aún temblaban cuando abrí la puerta del coche y me senté al volante.
El silencio dentro del vehículo era sofocante. Puse las manos sobre el volante, pero no arranqué de inmediato. Mis pensamientos giraban en círculos: ¿quién estaba detrás de esas notas? ¿Por qué mencionaban a Alejandro? ¿Era una advertencia sincera… o una manipulación cruel destinada a sembrar la duda?
Me quedé ahí varios minutos, con los latidos acelerados y el sabor metálico del miedo en la boca. No sabía qué hacer, pero una cosa estaba clara: no podía hablar con nadie de esto. Ni siquiera con Alejandro.
Finalmente arranqué el coche y salí del estacionamiento, convencida de que, aunque el día había terminado, la sombra de esa advertencia seguiría persiguiéndome.
El trayecto a casa se convirtió en un túnel interminable de luces y sombras. Las farolas pasaban una tras otra como destellos que apenas lograban distraerme de la tormenta de pensamientos en mi cabeza.
El volante se me antojaba frío bajo las manos, y cada tanto miraba por el retrovisor con la absurda sensación de que alguien me seguía. No había nada fuera de lo normal, solo autos dispersos y el murmullo constante del tráfico nocturno, pero la paranoia se instalaba en mi pecho como un huésped indeseado.
—Tranquila, Isabella… tranquila —murmuré para mí misma, intentando apaciguar el temblor de mis manos.
El recuerdo de la nota emergió como un golpe. Esa frase, breve y cruel, era suficiente para alterar cualquier certeza. ¿Por qué desconfiar de Alejandro? Apenas lo conocía, sí, pero su mirada no parecía la de alguien que escondiera intenciones oscuras. Y sin embargo… ¿qué tal si la nota tenía razón?
Suspiré, reprimiendo el impulso de volver a sacar el papel del bolsillo. Ya lo había leído demasiado. Y leerlo una vez más no me daría respuestas.
Cuando llegué frente a mi edificio, el reloj del tablero marcaba casi las nueve de la noche. Aparqué en mi lugar habitual y me quedé unos segundos dentro del coche, observando las ventanas iluminadas de los apartamentos vecinos. Había algo reconfortante en ver las luces encendidas, las sombras de familias cenando, compartiendo rutinas simples que a mí me parecían cada vez más lejanas.
Finalmente reuní el valor para bajar. El aire de la noche estaba cargado de humedad, y una brisa helada me recorrió la espalda al cruzar el pequeño jardín que conducía al vestíbulo.
El ascensor estaba vacío, y el reflejo en las puertas metálicas me devolvió la imagen de una mujer agotada, con el rostro pálido y los ojos marcados por la desconfianza. Me obligué a erguirme un poco, como si enderezar la postura pudiera devolverme una fortaleza que no sentía.
Al llegar a mi piso, metí la llave en la cerradura y noté algo extraño: la puerta no ofreció resistencia. La cerradura giró demasiado fácil, como si ya hubiera estado medio abierta.
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Editado: 18.08.2025