“El mundo se detuvo, pero mi lucha apenas comenzaba.”
2020 llegó como cualquier otro año, con sueños escritos en una libreta y la esperanza de que, esta vez sí, todo saldría bien. Yo estaba en mi último año de bachillerato, ilusionada con graduarme, con celebrar junto a mis compañeros, con despedirme como se merecía esa etapa tan larga y dura.
Pero el mundo tenía otros planes.
La pandemia cayó sobre nosotros como una sombra inmensa. Las escuelas cerraron, los pasillos se quedaron vacíos, y lo que se suponía que sería el año más inolvidable… lo fue, pero por las razones equivocadas.
Pasé de las clases presenciales al silencio de una pantalla fría. Aprender desde casa no era fácil. No solo por lo académico, sino porque yo no tenía un espacio tranquilo, ni buena conexión, ni esa motivación que te dan los amigos o el uniforme. Lo peor era que, en medio del encierro, también estaba luchando con mi propia mente.
Me sentía sola.
Sentía que se me escapaban momentos que jamás volverían. La promoción, el acto de graduación, las fotos grupales, los abrazos entre lágrimas. Todo eso que yo había visto en otras generaciones… me lo arrebataron.
Recuerdo que, cuando llegó el día de la graduación virtual, todos mis compañeros comenzaron a subir sus fotos con toga y birrete en redes sociales. Algunos estaban en estudios fotográficos, otros en sus patios decorados. Yo no tenía ninguna foto. Ni una sola. Me sentía invisible. Como si mi esfuerzo no valiera igual.
Lloré. No por envidia, sino por ese vacío de no haber tenido mi momento. Porque todo lo que había soñado durante años, no sucedió. Era como si me lo hubieran borrado de la historia.
Pero mamá me miró y me dijo:
—No llores más, mija. Tú también te mereces celebrar.
Y así, en plena pandemia, nos fuimos a un resort.
No fue fácil. Había miedo, restricciones, protocolos… pero ese viaje fue más que un descanso: fue un acto de amor. Mamá quería que yo sintiera que había valido la pena. Que, aunque no tuviera fotos con toga, sí tenía una victoria que celebrar.
En ese lugar, entre palmas y brisa, me permití respirar por primera vez en meses. Me acosté en la arena mirando el cielo y pensé: “Lo logré. No como los demás… pero a mi manera.”
Apreté los dientes para llegar a esa meta. Asistí a cada clase híbrida, aunque fuera con sueño, aunque no entendiera del todo. Entregué tareas con miedo, con dudas, con errores… pero las entregué.
Y poco a poco, vi cómo mis notas comenzaban a hablar por mí. Profesores que me felicitaban, mensajes de “¡bien hecho!” que llegaban cuando más los necesitaba. Empecé a sentir que no todo estaba perdido. Que a pesar de la tormenta, algo dentro de mí seguía de pie.
Un día, después de presentar una evaluación virtual que me costó días de estudio y nervios, una profesora me escribió:
“Marla, estoy orgullosa de tu esfuerzo. Se nota que estás luchando.”
Lloré otra vez.
Porque detrás de esa cámara apagada, había una joven cansada, pero determinada. Una chica que había sido burlada, herida, subestimada… y que aún así seguía.
Mi graduación no fue como la soñé. No hubo escenario, ni música, ni abrazos con toga. Pero hubo algo más poderoso: el orgullo de haberlo logrado en medio del caos.
Y en ese resort, al lado de mi madre, lo confirmé:
Yo también merecía aplaudirme.
#1732 en Otros
#382 en Relatos cortos
sueños y metas, esperanza paciencia y soledad, rumbo al exito
Editado: 21.05.2025