Entre sus brazos

El encuentro

El lugar de los vampiros

Selene

Habíamos llegado al territorio de los vampiros.

El ambiente era denso, húmedo, cubierto por una niebla espesa que parecía moverse como si tuviera vida propia. El cielo, eternamente gris, apenas dejaba pasar la luz. A pesar de la oscuridad, las calles estaban alumbradas por faroles antiguos con una luz cálida que contrastaba con lo siniestro del lugar. La naturaleza se mezclaba con la arquitectura: árboles altos y retorcidos rodeaban casas modernas, de formas triangulares, con grandes ventanales de vidrio azul que reflejaban una quietud inquietante. Eran de dos pisos, elegantes y silenciosas, como si todos sus habitantes nos estuvieran esperando.

Y no era una suposición. Nos estaban esperando.

Desde el momento en que pusimos un pie en la plaza principal, todas las miradas se posaron sobre nosotros, especialmente las de una familia que destacaba entre los demás. Sus rostros eran afilados, pálidos, perfectos. Elegantes, vestidos de negro, con joyas que parecían antiguas como el tiempo. En el centro de ellos estaba él: el próximo rey vampiro.

—¡Familia, qué bueno que estáis aquí! —exclamó, con una sonrisa que desarmaba, extendiendo los brazos.

Nos saludó con entusiasmo, pero su voz no alcanzó a deshacer la tensión que caía sobre nosotros como una cortina. Una mujer pelirroja, de piel blanca como la luna y ojos rojos encendidos, no dejaba de mirar a mi hijo con una intensidad que no me gustó nada.

—¿Qué hacen esos bichos aquí? —espetó con desprecio.

Me puse delante de mi hijo instintivamente y gruñí con el pecho, como una madre loba defendiendo a su cría. No me importaba si ella era más poderosa o tenía siglos de existencia. Nadie miraba así a mi niño.

Otra mujer, de cabello negro ondulado hasta los hombros, se acercó a Mía con una sonrisa ladina.

—¿Ella es tu compañera? —preguntó, observándola de arriba abajo como si la midiera.

Antes de que alguien pudiera responder, habló él. Con voz firme, sin levantarla demasiado, pero con una autoridad que hizo que todos lo escucharan.

—Sí. Es mi compañera. Y quiero que las traten como parte de la familia. Si no, se las verán conmigo.

La pelirroja pareció sorprendida por sus palabras. Dio un paso atrás, como si algo invisible la hubiera empujado.

—No puede ser... ¿Un niño? —susurró, mirándolo como si no pudiera creerlo.

Ella se acercó con pasos lentos. Mi hijo también se acercó a ella, sin miedo, con esa calma que siempre había tenido desde pequeño. Le dedicó una sonrisa tan llena de ternura y cariño que hasta yo me quedé pasmada. Y ella... también. Sus ojos rojos se agrandaron, y por un segundo, pude ver un destello de vulnerabilidad en su expresión.

Una lágrima resbaló por mi mejilla. Y vi que una también caía por la de ella.

Me pregunté en silencio: ¿Un vampiro puede llorar?

—Oye —susurró Mía, tocando mi brazo—, tranquila. Ella no le hará daño. Además, él es su compañero, y tú lo viste. Eres testigo de esas miradas. Míralos.

Y los miré. No como madre, sino como alguien que presenciaba algo sagrado. Era una conexión, un lazo invisible, algo que ni la edad ni las especies podían romper.

La mujer de cabello negro, Sandi, se acercó a Mía con una sonrisa más amable.

—Hola, cuñada. Espero que nos llevemos bien —dijo, extendiendo la mano.

Mía se la quedó mirando con desconfianza y luego sonrió con cortesía, pero dio un paso hacia atrás.

—Ya veremos —respondió suavemente.

Un chico de cabello negro, que había observado todo en silencio, me miró. Era el hermano menor del vampiro rey. Su expresión era curiosa, aunque reservada.

—Parece que se van a llevar bien —comentó alguien a mi lado—. Él es tímido, muy conservador... pero cuando se emborracha es un completo dolor de cabeza. Es el menor de todos nosotros.

Me pareció simpático, incluso humano, a pesar de su naturaleza. Seguimos caminando hasta que por fin llegamos a la casa que nos habían asignado.

—No hay otra más alejada de ti —gruñó de pronto Mía, molesta.

Le lancé una mirada de sorpresa.

—¿Qué?

—Esa rubia que se le apareció en la biblioteca... ¿No viste cómo lo miraba? —respondió entre dientes—. Estoy celosa, ¿vale?

Solté una risita, aunque entendía su incomodidad.

—Lamentablemente no hay otra. —Sandi apareció de nuevo con una sonrisa calmada—. Dice que es mejor así. Podemos vigilar más... y protegerlas mejor. A los tres. Porque ya son parte de nuestra familia.

Nos sonrió y se alejó, dejándonos solas a Mía, Ami y a mí desde la casa. Todo quedó en un silencio inesperadamente apacible.

—¿Qué opinas de tener un novio vampiro? —me preguntó Mía, sentándose en uno de los sofás.

Me quedé pensando. Miré mis manos. Miré la casa. Miré a mi hijo.

—Creo... que es normal, ¿no? Ya viste a mi niño. Se emparejó con una de esas —respondí con una mezcla de resignación y ternura, como si hubiera sentido que hablábamos de él, mi hijo se me acercó y me acarició las manos. Solté un pequeño chillo, sorprendida por lo cálido de su contacto. A pesar de todo, su piel era fuego para la mía. Tan lleno de vida, de amor. Tan pequeño... y ya había encontrado a su compañera.




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