Encuentro en la noche
Selene
La noche cayó más oscura de lo normal, aunque, en este lugar, no estaba segura de si había una verdadera diferencia entre día y noche. Afuera, los faroles chispeaban suavemente, como si respiraran. Dentro de la casa, Mía se había quedado dormida en el sofá, abrazada a un cojín. Theo también descansaba en su habitación, aunque yo sabía que su descanso era inquieto.
Yo no podía dormir.
Había algo en el ambiente... como si alguien nos observara. No con hostilidad, sino con un interés silencioso, casi reverente. Me levanté en silencio y caminé hasta el balcón. Desde allí, pude ver el bosque que rodeaba el territorio. Los árboles parecían murmurar entre sí, y en medio de ellos, una silueta se movía con elegancia.
Era ella. La pelirroja.
Estaba parada justo al borde del bosque, mirando hacia la casa, como si esperara algo.
—¿Qué quiere ahora? —murmuré para mí misma, pero sentí que no había desprecio en su postura. Solo... tristeza.
Bajé las escaleras y salí al jardín. Cada paso que daba sentía el corazón apretado, como si algo importante estuviera por suceder. Cuando estuve cerca, la mujer no se movió, no retrocedió. Me miró con esos ojos rojos, pero ya no eran encendidos por el desprecio. Estaban apagados, húmedos.
—Nunca pensé que volvería a sentirlo —dijo en voz baja—. Y menos por alguien tan pequeño.
—Mi hijo no es común —le respondí con voz firme.
Ella asintió.
—Lo sé. Por eso da tanto miedo. Él no debería haber nacido. Y, sin embargo... aquí está. Rompiendo todas nuestras leyes, todos nuestros ciclos.
—¿Eso es lo que le molesta? ¿Que existe?
Ella me miró, y por un instante, pareció más humana que vampiro.
—Me molesta lo que despierta en mí. Hace siglos que no sentía esto. Y no sé si soy lo suficientemente fuerte para manejarlo.
Hubo un silencio extraño entre las dos. No era paz, pero tampoco era enemistad. Era aceptación.
—Si le haces daño... —empecé a decir.
—No lo haré. Nunca. No podría. —Sus palabras eran sinceras—. Él me eligió. Y yo... lo protegeré. Aunque me cueste la eternidad.
Volví a casa con el pecho revuelto. Había demasiadas emociones que no lograba clasificar. Cuando cerré la puerta, Theo estaba despierto, sentado en la escalera.
—¿Hablaste con ella? —preguntó.
Asentí, acercándome a él.
—¿Y tú... estás bien?
Él sonrió con esa calma suya que siempre parecía venir de otro mundo.
—Sí. Estoy donde debo estar.
Lo abracé fuerte, con un nudo en la garganta.
—Entonces... será mejor que me prepare. Porque esto apenas comienza.
La sangre de los siglos
Eireen
Mi nombre... hace siglos que nadie lo pronuncia en voz alta. Aquí me llaman simplemente "la pelirroja", como si mi cabello fuera lo único que me define. Lo dejo así. Es más fácil que llevar el peso del verdadero nombre.
Pero una vez, hace mucho, fui alguien.
Me llamaba Eireen.
Nací cuando el mundo aún no se atrevía a escribir su propia historia. En una aldea donde las mujeres eran hierberas, sanadoras... o brujas, si los hombres tenían miedo. A los diecisiete años, el invierno se llevó a toda mi familia. La peste negra no distinguía entre bondad o maldad. Yo sobreviví. Pero ya no era la misma.
Fue entonces cuando él apareció. El primer vampiro. No el primero de todos, pero sí el primero para mí. Me encontró llorando entre los cadáveres, y por alguna razón, no me mató. Me ofreció una alternativa. Una eternidad.
La tomé.
Me convertí.
Y durante siglos, fui fuerte. Inquebrantable. Letal. No volví a llorar. Aprendí a vivir entre las sombras, a reinar sobre el miedo. Y sobre todo... a no sentir.
Hasta que llegamos aquí.
Hasta que vi esos ojos. Tan inocentes, tan limpios, tan... humanos. Él no debería afectarme. Es apenas un niño. Y sin embargo, algo en su mirada rompió siglos de frío.
No sé qué es. Pero lo reconocí. Como si mi alma, que ya no debería existir, hubiera recordado algo que creía olvidado.
El vínculo.
Los vampiros antiguos lo tememos. Es un lazo más allá de lo físico, más allá de la sangre. Cuando ocurre, no se puede romper. Te une al otro de forma eterna. Pero no se elige. Es el destino quien lo decide.
Y a mí me tocó... con él.
—No puedes seguir evitándola —me dijo Sandi una noche, cuando estábamos solas en el salón principal.
—¿A quién? —fingí ignorancia.
—A la madre. —Me miró directo—. Y al niño. Ambos están ligados a ti.
Suspiré. Odiaba que tuviera razón.
—No sé qué hacer con esto, Sandi. Soy demasiado vieja para esto. Demasiado peligrosa.
—Y sin embargo, no lo tocaste. No lo amenazaste. Lloraste. ¿Cuándo fue la última vez que lo hiciste?
No respondí. Ella lo sabía.
—Estás sintiendo de nuevo —continuó—. Tal vez no sea una maldición. Tal vez es... redención.
Redención. Una palabra que yo había enterrado.
Hace 200 años
Maté a una niña.
Tenía ojos parecidos a los de él. Dulces, grandes, curiosos. Ella me vio como lo que soy: una criatura cubierta de sombras. No gritó. Solo dijo:
—¿Estás triste?
Yo no contesté. No sabía cómo. Y entonces, la maté.
Esa noche me di cuenta de que estaba perdida. Que no había salvación para alguien como yo.
Pero ahora...
Ese niño no me tuvo miedo. Me sonrió. Me vio. Y yo lo vi a él. No como una presa, no como una amenaza. Lo vi como algo puro.
Como un milagro.
Presente
Caminé hacia la parte más antigua del bosque. Allí donde nadie se atrevía a poner un pie. Ni siquiera los vampiros más viejos. Las raíces estaban vivas, los árboles susurraban secretos, y las sombras tenían voz.
Me arrodillé frente a una piedra cubierta de musgo. La tumba de mi creador.
#2585 en Fantasía
#1164 en Personajes sobrenaturales
#480 en Magia
lobos y vampiros y brujas, lobos y mates, lobos y personajes sobrenaturales
Editado: 17.06.2025