Entre Tinta Y Obligaciones

1-Una joven entre páginas y silencios

Había en el ducado de Valmor una calma que parecía perpetua, como si los siglos se hubieran resignado a pasar de largo por aquella finca majestuosa, de altos ventanales y jardines simétricos. Era una calma orgullosa, heredada, hecha de rutina, protocolo y miradas silenciadas por la costumbre. En su centro, sin embargo, palpitaba un corazón inquieto: el de Lady Isadora.

Era la única hija de Sus Excelencias, el duque y la duquesa de Valmor, y a la edad de diecinueve años, poseía ya una belleza sutil, no escandalosa ni común, sino de esas que se revelan lentamente, como un poema leído en voz baja. Su cabello, de un castaño profundo, caía en ondas naturales sobre sus hombros cada vez que escapaba de los tocados impuestos por su institutriz. Pero era en sus ojos, grises como la neblina sobre los acantilados, donde habitaba lo que muchos ignoraban: un universo entero de historias, anhelos y preguntas no formuladas.

Isadora no soñaba con bailes ni con joyas ni con títulos, como se esperaba de una dama de su alcurnia. Soñaba con tinta y papel, con palabras que tejieran otros mundos. Pasaba las tardes encerrada en la antigua biblioteca del ala oeste, donde los rayos del sol se filtraban con pereza entre los cortinajes de terciopelo, y el polvo danzaba en el aire como si cada mota fuera un secreto.

Allí, entre las estanterías abarrotadas, era verdaderamente libre.

Ninguna doncella ni preceptora se atrevía a molestarla mientras escribía. Se sentaba junto al ventanal con su cuaderno de cuero desgastado, en el que había ya cientos de páginas cubiertas por su letra pequeña, delicada y decidida. Eran relatos de amor y valentía, de mujeres que elegían su camino a pesar de todo. Isadora escribía no porque la sociedad se lo permitiera, sino a pesar de ella.

Una tarde de otoño, cuando las hojas empezaban a enrojecer como si el bosque entero ardiera en silencio, su madre irrumpió en la biblioteca. La duquesa no solía adentrarse en aquel espacio, al que consideraba más un almacén polvoriento que un lugar digno de una dama. Su presencia era, por tanto, insólita.

-Isadora -dijo con voz firme, aunque contenida-. Ven al salón. Tu padre desea hablar contigo.

La joven levantó la vista del manuscrito con cierta sorpresa. Era raro que ambos padres la convocaran juntos, salvo en asuntos de etiqueta o presentaciones formales. Guardó su pluma, cerró con cuidado el cuaderno y siguió a su madre por los largos pasillos alfombrados, donde sus pasos no hacían eco, pero su inquietud sí.

En el gran salón, donde los retratos de antiguos Valmor observaban desde las paredes con severa solemnidad, el duque esperaba junto a la chimenea. Era un hombre de estampa rígida, con el porte de quien se sabe dueño no solo de tierras, sino de destinos.

-Isadora -inició él sin preámbulos-, ha llegado el momento de pensar en tu porvenir.

Ella bajó ligeramente la cabeza, pero no dijo palabra. Había aprendido que en Valmor el silencio era más seguro que la honestidad.

-El duque de Greystorm -continuó el padre- ha expresado su interés en unir nuestras casas mediante una alianza matrimonial. Es un hombre respetado, con influencia en la corte y propiedades que duplican las nuestras. No habrá mejor oferta.

Isadora sintió que el corazón le daba un vuelco sordo, como si se hubiera soltado del pecho.

-Pero... -empezó, con voz apenas audible-. Yo no lo conozco. Es mucho mayor... Y no he pedido ser casada.

El duque frunció el ceño. La duquesa, sentada a su lado, mantuvo una expresión imperturbable, como si no hubiera palabras que la sorprendieran.

-No es cuestión de sentimientos, hija. Es un deber. Los Valmor no rechazan alianzas por capricho.

Isadora apretó los puños contra los pliegues de su vestido. El mundo que había conocido -de letras, de sueños, de libertad entre libros- empezaba a resquebrajarse.

-¿Y qué hay de mis deseos? ¿De mis escritos? -se atrevió a decir, temblorosa, pero erguida-. Yo deseo ser escritora, no esposa de un hombre al que no amo.

La duquesa intervino entonces, con la serenidad fría de quien ha vivido muchas temporadas sociales.

-Una dama puede escribir, sí, siempre que lo haga como pasatiempo, no como propósito. Las escritoras no son bien vistas en los círculos que te corresponderán. Es hora de crecer, Isadora.

La joven sintió que el peso de su apellido la aplastaba como una roca. Se inclinó, hizo una leve reverencia y se retiró sin más palabra. Caminó por los pasillos como una sombra. Cuando alcanzó la biblioteca, cerró la puerta tras de sí y se dejó caer sobre el sillón que tanto amaba.

La pluma descansaba sobre la mesa, como si aguardara su mano. Pero por primera vez en años, Isadora no tenía palabras.

La noche cayó con lentitud. Afuera, el viento arrastraba hojas secas por los jardines. Dentro, en la penumbra de la biblioteca, una joven empezaba a entender que los sueños, si no se defienden, se convierten en ceniza.




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