PUERTO PRONTO – ACTUALIDAD.
Allí estaba sentado con sus ojos mirando al horizonte mientras el sol descendía hasta perderse. En su mano derecha llevaba una carta, arrugada, sucia de muy mala pinta en general. La estampilla era lo único que se mantenía nueva por sobre los bordes irregulares. Él, como remitente, se puso «I.F.», y el destinatario llevaba las palabras «U(n)Love».
Su sudadera con capucha cernida, sus lentes algo húmedos que limpiaba después de ciertos segundos. Debajo de su mentón, se apreciaba una barba crecida y sin cuidar. Allí estaba, pensando y viendo como las rocas del borde del océano se balanceaban peligrosas ante él. Sin una baranda que pudiese asegurar al más aventurero, una baja marea que cualquier suicida utilizaría para estrellarse de llano en los filos que estaban justo debajo del borde. Lo único reconfortante era el sonido de las olas que se interrumpían de vez en cuando por el murmullo de gaviotas hambrientas.
Estaba en uno de los muelles más viejos de la ciudad, en donde la mayoría de la gente se paseaba incluso si a veces no estaba accesible al público. Los pescadores se ponían allí temprano, burlaban la puerta de entrada para obtener un desayuno o almuerzo fresco, sin gastar más que un anzuelo y algo de hilo. Por mucho que las olas golpearan el lugar, el hedor de pescado podrido y orina no se iban por completo, lo que no le impedía quedarse allí: el olor era mísero si se contrarrestaba con un cigarrillo. Aunque, fumando o no, daba igual. Se iba a quedar allí, el peso de la nostalgia lo hacía ignorar en gran medida sus alrededores.
—Si tan sólo lo hubiese dicho antes —dijo en un susurro hablando a sí mismo.
Guardó la carta una vez, la sacó, la revisó, y la volvió a guardar. Estuvo toda la tarde mirando el océano, decidiendo si era lo correcto enviar o no dicha carta. Cada vez que la miraba, más se preguntaba si aquello valía la pena. Con cada pensamiento similar, sacudía su cabeza y encendía otro cigarrillo al terminar el anterior.
—Las cosas malas que quedan en la memoria son como cuchillos de cristal hechos de lágrimas que lastiman cada vez que se mira hacia atrás —habló en voz alta. Ignoraba si alguna persona paseaba cerca.
Metió la mano al bolsillo, pero no sacó la carta, en su lugar sacó un cilindro verde brillante para observarlo con cautela. Era un bolígrafo de color verde, de punta plateada y bordes dorados, elegante. Asintió a sí mismo y, con ánimos renovados, se fue del sitio. Era momento de dejar todo atrás.
Al alejarse del muelle, a pesar de su repentino buen humor, caminó sin rumbo, no conocía bien la ciudad. Tenía que buscar un buen lugar para empezar.
Era tarde, lo suficiente como para que las calles comenzaran a vaciarse. Se detuvo en un cruce mientras esperaba, tal como el resto de las personas allí, luz verde del semáforo. En la vereda del frente vislumbró varios edificios altos, precisos para una vista al mar desde las alturas. En la base de aquellas construcciones se hallaban varias tiendas: Observó una que vendía cosas inútiles de importación extranjera cuyo producto principal era para la mantención de móviles. Otro local que rebosaba de flores con distintos colores en canastos, perfectos para un regalo de último minuto o una disculpa rápida. Se sorprendió al ver un gran tiburón hecho de plástico donde vendían tablas de surf y cosas por el estilo. A un lado, antes de llegar a la esquina, había un local con letras relucientes de neón encima. Eso le llamó la atención, sobre todo cuando observó por el ventanal. Era un café. Ni siquiera lo dudó, entró una vez que cruzó la calle.
Estuvo tanto tiempo pensando e ignorando el frío de afuera que le sorprendió sentir el calor reconfortante de aquel lugar. Al sentarse, una muchacha bella de cabello oscuro se le acercó para tomar la orden. Tenía un rostro blanquecino, algo de maquillaje en los ojos. De rostro afilado. En resumen, hermosa… a excepción de aquella fea verruga debajo de sus labios.
—Bienvenido. —Incluso su voz era atractiva—. ¿Qué se le ofrece?
—Un café sin azúcar, por favor —dijo mientras hacía esfuerzos para no mirar debajo de su labio.
Nadie es perfecto, pensó.
Tenía que enfocarse de alguna manera. Sabía que la amargura del brebaje lo ayudaría con este trabajo, por ello no pidió un café saborizado que tanto le gustaba.
Buscó entre sus pertenencias una libreta, necesitaba tomar los apuntes necesarios para lo que iba a hacer. Elegir las palabras necesarias lo hacía sentir como un guerrero eligiendo sus mejores armas. Una guerra debía afrontar sabiendo que, independiente de triunfar o fracasar, sufriría de todas maneras.
Puro la pluma encima de una hoja en blanco, pero no encontró palabras.
¿Cómo empiezo?
El café tenía un efecto diferente que despertarlo de un letargo o una mañana después de dormir mal para él. Tenía un significado mayor. Sabía que tenía que buscar el comienzo por algún rincón de aquel local.
Observó con cuidado sus alrededores: Las sillas de madera centradas en pequeñas mesas del mismo barniz, el blanco de la cerámica, las personas sentadas que conversaban y reían, el murmullo de una televisión encendida, la camarera que se acercaba con una sonrisa.