Narrador Omnipotente
Excusas y amenazas veladas
Sair Montenegro no había dejado de pensar en la biblioteca.
En la forma en que Miranya lo miró.
En cómo por un instante, él no era “Montenegro” ni “el capitán” ni “el heredero”.
Era solo un chico que por primera vez sentía que alguien lo veía como persona.
Así que decidió verla otra vez.
Tenía excusas.
El proyecto, la investigación, una duda que “solo ella” podía resolver.
Se las inventó todas.
No porque no pudiera hacer el trabajo solo, sino porque necesitaba verla otra vez en su espacio, con su energía, con esa calma que lo descolocaba sin pedirle nada.
Caminó hasta el pasillo sur, donde sabía que ella salía de clases después del almuerzo.
Llevaba el cuaderno en la mano, con un post-it pegado que decía “necesito tu ayuda”.
Y justo cuando la vio doblar la esquina, sola, con sus audífonos puestos y los ojos clavados en el piso, se adelantó.
—¡Hey! —dijo, fingiendo un tono casual—. ¿Tienes un minuto?
Ella lo miró con la misma expresión que él ya empezaba a reconocer: una mezcla de duda, desconfianza y curiosidad.
—¿Otra vez por el proyecto?
—Sí… —respondió, y luego se corrigió—. Bueno, no exactamente. Quería hablar de una parte que podríamos agregar. Sobre estructuras familiares poco convencionales en empresas nuevas.
Ella lo miró.
—¿Eso viene en el temario?
Él sonrió.
—No. Pero tú y yo tampoco venimos con el “temario estándar”, ¿no?
Ella bajó la mirada, pero no sonrió.
—¿Dónde?
—¿Te parece en la biblioteca otra vez?
—No. Hay reunión del club de lectura. Estará llena.
—¿Entonces?
—En el aula de estudios de humanidades. Si está vacía.
Sair asintió.
—Perfecto. ¿Te parece en 30 minutos?
—Está bien.
Ella se fue sin mirar atrás.
Y él se quedó ahí, con una sonrisa que no era de victoria… sino de nervios.
**************
Lo que no sabía era que, al fondo del pasillo, detrás de una columna blanca de mármol, Sofía Álvarez había estado observando cada segundo.
Desde lejos, con el celular en la mano y su peinado perfecto como siempre, había visto el gesto en la cara de Sair.
La forma en que la miraba a ella, a esa chica de beca y falda ordenada, como nunca la había mirado a ella últimamente.
No dijo nada.
No corrió a enfrentarlo.
Sofía no se ensucia así.
Ella solo deslizó su dedo por la pantalla del celular, abrió el grupo privado de las porristas y escribió un simple mensaje:
“¿Alguien sabe quién es la tal Miranya Duarte?”
Y luego, a su mejor amiga personal:
“Necesito que la encuentres sola. No la toques. Solo háblale. Bien. Por ahora.”
Sofía sonrió.
Ese tipo de guerra no necesitaba gritos.
Solo tiempo.
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Editado: 18.08.2025