Entre Tu Mundo y el Mío

✨Capítulo 11

Lo que no sabía perder

Sair

El correo llegó a las 16:12.
Asunto: Modificación para presentación final.

Lo abrí con la misma indiferencia con la que abría los avisos de clase.
Hasta que leí el primer renglón:

“Se aprueba la solicitud de la estudiante Miranya Duarte para modificar la asignación de compañero de exposición en el proyecto final del módulo de Innovación.”
“Nuevo esquema: Duarte / Lizama. Montenegro / Ayala.”

Por un instante no entendí.
Luego lo entendí todo.
Y, aun así, no lo creí.

Cerré la laptop.
Me quedé mirando mi reflejo en la pantalla apagada.

No sentía enojo.
Solo algo más difícil:
esa sensación estúpida de que había llegado tarde a algo que no sabía que tenía que cuidar tan pronto.

Había pensado en hablarle de nuevo.
En intentar con paciencia.
En darle espacio.

Pero el espacio que le di…
fue el que ella usó para cerrarme la puerta.

Horas después, en el entrenamiento, nadie notó mi desconexión.
Corrí.
Salté.
Di indicaciones.

Pero en mi cabeza, todo era la sala vacía,
la biblioteca silenciosa,
su mano sobre la mesa esperando la mía.

Y ahora, era solo aire.

Esa noche, escribí un mensaje.
No uno impulsivo.
Uno que leí tres veces:

“Vi lo del cambio. Si eso es lo que necesitas, está bien.
Pero quería que supieras que lo lamento.
No por el proyecto.
Por lo que no te supe cuidar antes de que quisieras irte.”

No lo envié.
Lo guardé en borradores.
Miré la pantalla.
Lo leí una cuarta, una quinta vez.

Y por primera vez en mucho tiempo, me sentí solo de verdad.
No como “el capitán” sin equipo.
No como “Montenegro” sin presión.
Solo como Sair.
Sin ella.

Me puse los audífonos.
Y por puro impulso, busqué una canción que nunca habría escuchado antes.
Una de esas que mi hermana mayor coloca a todo volumen cuando decía que “quería sentir algo y no pensar nada.”

Y mientras el coro repetía estás palabras

Te confieso es demasiado
Descubrirme secuestrado
Tú me hipnotizas
Aturdido, anestesiado
Contenido, congelado
Y tú, ni te imaginas

Voy a arriesgarlo todo
De cualquier manera, estar sin ti
Es estar siempre perdiendo
Lo que grita este silencio adentro
Me está consumiendo
Tú dime si estoy solo
O también lo estás sintiendo

Te confieso es demasiado
Descubrirme secuestrado
Tú me hipnotizas
Aturdido, anestesiado
Contenido, congelado
Y tú ni te imaginas

sobre no saber cuándo fue la última vez que alguien te miró de verdad,
pensé:

“Tal vez esta fue mi última oportunidad de ser visto… sin uniforme.”

Y lo peor era que ni siquiera había sabido que eso era lo que tenía que cuidar.
Hasta que lo perdí.

La notificación seguía ahí.
Como una cicatriz digital en mi correo.
No la eliminé.
Tampoco la archivaba.
La abría cada momento que podía, como quien se rasca una herida para ver si ya dejó de doler.

Y nunca dejaba.

Así que tomé una decisión.
Desafiar a mis padres.
A sus decisiones.
A mi supuesto “compromiso” con Sofía.

Pero, sobre todo, desafiarme a mí.
Porque el cambio tenía que empezar por ahí.

La mañana siguiente, en los entrenamientos, empecé a llegar cinco minutos antes.
No hablaba más de la cuenta.
Ya no me quedaba después del último silbato.

Y cuando alguien me preguntó si iría a la fiesta del sábado, solo dije:

—No. Tengo otras cosas que hacer.

Nadie entendía.
Pero yo sí.

Cambié el tono en clase.
Empecé a participar sin levantar la voz.
Dejé que otros tomaran decisiones en las actividades grupales.

Y cuando la profesora pidió mi nuevo compañero para la exposición, dije:

—¿Puedo hacerla solo?

Ella me miró con cierta sorpresa.
Y con algo de intriga.

—¿Seguro?

—Sí. Quiero que lo que diga sea… mío. Solo mío.

Y por primera vez en mucho tiempo, no hablaba desde el ego.
Hablaba desde la necesidad de reconstruirme desde cero.

Esa tarde, me senté en una de las bancas del jardín central con una hoja blanca en la mano.
Por primera vez, me animé a escribir una carta.
O algo parecido.

Empecé con mi nombre.

“Sair, si vas a hablarle, que no sea desde la culpa.
Ni desde el miedo a perderla.
Háblale desde lo que sos ahora.
No desde lo que no supiste ser.”

Escribí tres versiones.
Tiré dos.
Guardé la última.

No como plan.
Como promesa.

Al día siguiente, la vi cruzar el patio con su libreta contra el pecho y el cabello recogido de forma desordenada.
La misma forma en que ella siempre parecía estar por dentro:
calmada afuera, enredada por dentro.

No corrí hacia ella.
No la intercepté.
Solo caminé en paralelo.
Hasta que ella me notó.

—¿Qué haces? —preguntó sin frialdad, pero con cuidado.

—Cambiando —sonreí, casi con timidez—. O intentando.

—¿Por mí?

—Por mí.
Para merecer estar cerca de vos sin que eso te pese.

Ella no respondió.
No sonrió.
Pero tampoco se fue.

—¿Puedo mostrarte algo? —dije.

—¿Qué?

—Mi parte del proyecto.
La rehíce. Desde otro lugar. Desde uno más honesto.

Miranya me miró largo rato.
No aceptó de inmediato.
Pero tampoco dijo que no.

—Déjamelo en la biblioteca. En el mismo lugar de siempre.
Si quiero leerlo…
sabrás porque no estará cuando vuelvas.

Y se fue.
Sin decir adiós.
Pero también sin cerrarme la puerta.

Me quedé de pie.
Y por primera vez desde que todo empezó, no me sentí perdiendo.




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