Capítulo 1: Un corazón roto
Olivia.
No sabía cómo lidiar con el dolor de Lucía. No era la primera vez que la veía destrozada, pero esta vez era diferente. La ruptura con Edward no parecía un simple adiós, sino la destrucción de todo lo que ella había creído que era su vida. Las palabras de Edward resonaban aún en su cabeza, y no podía dejar de ver el dolor reflejado en sus ojos.
La encontré en su habitación, rodeada de trozos de papel, cartas que solían ser promesas de amor y sueños compartidos. Las paredes, ahora testigos de su tristeza, no tenían respuestas. Solo el sonido de su llanto llenaba el espacio, profundo y desgarrador.
Me senté a su lado, sin saber qué decir. ¿Cómo consuelas a una amiga cuando sabes que nada de lo que digas aliviará su corazón roto? A veces, no hay palabras que puedan curar. Solo el tiempo y el apoyo.
—¿Por qué siempre tengo que ser yo la que termina llorando? —Lucía murmuró, su voz rota. Se dejó caer hacia adelante, su rostro hundido entre sus manos. Aunque lo decía, yo sabía que no buscaba una respuesta. Simplemente, el dolor tenía que salir de alguna manera.
Suspiré y le acaricié la espalda, el gesto suave, casi automático. No podía decirle que todo mejoraría en un par de días, porque sabía que no sería así. No después de Edward. Pero tampoco podía quedarme en silencio.
—Lo sé, Lucía... lo sé. Pero lo superaremos, ¿verdad? Siempre lo hemos hecho —dije, intentando darle algo, aunque fuera un rastro de esperanza. No sabía si esas palabras llegaban a ella, pero esperaba que sí.
Levantó la cabeza y me miró, con los ojos hinchados por el llanto.
—¿Cómo se supone que lo haga? ¿Cómo sigo adelante cuando parece que el mundo se me viene encima? —Su voz estaba cargada de esa mezcla de dolor y frustración que tan bien conocía.
No sabía qué responder. Pero sabía lo que no debía decir: que el tiempo lo curaría todo, porque no lo creía. Las heridas no siempre se curan con el tiempo. A veces, el tiempo solo las hace más profundas.
De repente, la puerta se abrió y una sombra se alargó por la habitación. No tenía que mirar para saber quién era. Era él, Ares.
—¿Está bien? —preguntó con su tono bajo, casi aburrido, pero esa intensidad de siempre seguía flotando en el aire.
Lucía ni siquiera levantó la vista. Yo, sin embargo, lo miré con un suspiro interno. Ares no necesitaba hacer nada para acaparar la atención. Su presencia era suficiente para que todo se volviera más denso.
—¡Sal de aquí, Ares! —le dije, incapaz de ocultar mi irritación. —¿No ves que estamos en crisis?
Ares levantó una ceja, como si estuviera viendo el fin del mundo llegar. Luego, sin cambiar su expresión, respondió con esa calma tan suya:
—¿Fin del mundo? Oh, claro, Lucía está destrozada. No es para tanto, ¿no? —y se cruzó de brazos, mirando a Lucía con una indiferencia que me hizo querer lanzar algo a su cara.
Me levanté, agarré un cojín del sofá y se lo lancé a la cabeza.
—¡Qué insensible eres! —grité, con un intento de hacer que se diera cuenta de lo mal que estaba todo.
Lucía, sin embargo, levantó la mirada y, para mi sorpresa, sonrió. Sonrió, a pesar de que estaba destrozada. Fue una sonrisa débil, pero fue una sonrisa.
—A veces, la única forma de no llorar es reírse —dijo ella, con un suspiro.
Ares me miró, sonriendo de una forma tan despreocupada que me hizo sentir aún más incómoda.
—Ves, soy mejor en esto de las rupturas que tú —comentó Ares, sin inmutarse, como si estuviera dando una clase sobre cómo manejar un corazón roto.
—Claro, tienes como cuatro novias diferentes a la semana —le respondí, con sarcasmo, sin poder evitarlo.
Lucía me miró, sorprendida, pero también algo espantada, como si acabara de enterarse de algo que no debía saber.
Ares, divertido, se encogió de hombros y sonrió.
—Te traeré helado de chocolate —dijo, con una sonrisa de suficiencia. —Y si quieres, puedo darle al cabrón un par de golpes bien dados —agregó, mostrando dos golpes al aire como si estuviera practicando su técnica de lucha.
Lucía no pudo evitar sonreír, aunque era evidente que aún le dolía. Fue un destello de alivio en medio de su tormenta interna.
Ares se giró hacia mí, mirando la escena con una mirada de diversión.
—Solo dime lo que hay que hacer, y deja de llorar —dijo, con tono bromista. —Me siento en un capítulo de esas novelas turcas de las que mamá ve en el sofá.
Lucía se echó a reír, pero esta vez, la risa era más genuina, aunque aún nerviosa. Fue extraño ver cómo Ares, con su indiferencia y aire de chico malo, había logrado sacar una sonrisa de ella.
Yo, aún incrédula, solo podía observar. Sabía que las cosas no se solucionaban así, pero de alguna manera, Ares tenía un don para aligerar el ambiente. O tal vez era que, a pesar de todo, su forma de ser tenía una especie de magnetismo que los demás no podían evitar.
—Suficiente —dije, con una mezcla de celos y molestia. —Me parece que estás intentando coquetear con mi mejor amiga. Largo de aquí, Ares.
Ares me miró, divertido, y se rió.
—No seas celosa, hermanita. Admite que soy mejor que tú en todo.
Suspiré, sintiéndome algo derrotada.
—Solo vete, o seré yo la que empiece a llorar.
Ares se puso serio por un momento, pero su tono no perdió la calma.
—Entendido, me voy. He escuchado el llanto de Olivia desde los cuatro años y, sinceramente, no me agrada —dijo con una sonrisa burlona, antes de levantarse.
Me levanté también y, sin esperar más, lo empujé hacia la puerta.
—Vete ya, Ares. No quiero verte aquí.
Ares levantó las manos, fingiendo rendirse.
—Tranquila, hermanita. Te traigo un helado después, ¿vale?
Cuando la puerta se cerró detrás de él, Lucía suspiró y se acomodó en el colchón, aún sonriendo.
—Ares es genial —dijo, como si fuera la conclusión de todo.
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Editado: 22.03.2025