Capitulo 17: una cita improvisada.
El autobús avanzaba por las calles de Madrid mientras el sol de la mañana se colaba por las ventanas, tiñendo todo de un dorado suave. Edward, recostado con descuido en el asiento, la miraba de reojo. Su chaqueta desajustada del uniforme y el primer botón de la camisa desabrochado seguían generando ese aura de chico malo que tanto había desestabilizado a Olivia las últimas semanas. Pero hoy… hoy era distinto.
Olivia no se aferraba a su timidez. Hoy, tras una noche llena de silencio y dolor, con los moretones aún latiendo en su piel, había decidido algo: si iba a doler, que doliera por lo que ella elegía. Y eligió jugar.
—¿Seguro que no quieres que volvamos? —murmuró Edward mientras el autobús se deslizaba por la Castellana—. Podríamos inventar una excusa para la clase… otra excusa, quiero decir.
—Ya dimos la mejor excusa —dijo ella, sin mirarlo, con una sonrisa pequeña y peligrosa—: no ir.
Él arqueó una ceja. Había algo distinto en su tono, en la forma en que cruzaba las piernas, en cómo sus dedos jugaban con el flequillo. No era la Olivia de siempre. No era la Olivia que se sonrojaba si él le susurraba algo al oído.
El autobús se detuvo en la Puerta de Alcalá. Olivia se puso de pie con una seguridad que descolocó a Edward.
—Vamos —ordenó ella, girándose sin esperar respuesta.
—¿Adónde?
—A donde se va cuando uno se salta la clase de gimnasia —dijo con una sonrisa torcida—. Al Retiro.
Caminaban por los senderos del parque con pasos lentos. El aire olía a primavera y a libertad. Olivia se detuvo frente a un carrito de helados, compró dos. Uno de fresa para ella, uno de vainilla para él. Se lo entregó sin preguntarle, como si supiera que era su favorito. Como si ahora ella lo tuviera todo claro.
Se sentaron en un banco bajo la sombra de un árbol. Edward la miraba como si intentara resolver un acertijo que de pronto se le había vuelto imposible.
—¿Esto es una cita? —preguntó con el ceño fruncido, medio divertido, medio inquieto—. ¿Es lo que quieres… que tengamos una cita?
Olivia no respondió. Le quitó el helado de la mano, dio una lamida lenta, provocadora, y luego se lo devolvió. Después, sin decir una sola palabra, se inclinó hacia él y lo besó. Suave. Directo. Un beso inesperado, pero preciso. Como un disparo al centro del pecho.
Edward se quedó congelado.
—Olivia… ¿qué haces?
Ella se apartó apenas unos centímetros, su aliento aún en los labios de él.
—Nada —susurró con una sonrisa en los ojos—. Vamos a caminar.
Se puso de pie y lo dejó atrás, por un instante, mientras él seguía ahí, confundido, sorprendido, un poco derrotado. Y por primera vez, fue Olivia quien llevaba el control.
Se sentaron bajo un árbol con las ramas extendidas como brazos protectores. La brisa se colaba entre las hojas, haciendo que todo pareciera un susurro, como si el mundo decidiera bajar el volumen por un rato.
Edward se estiró con pereza, con los brazos detrás de la cabeza, dejando escapar un suspiro leve. Olivia, en cambio, se recostó contra el tronco con movimientos pausados, como si por fin el dolor se hubiera silenciado lo suficiente para permitirle descansar. Se quitó la chaqueta del uniforme y la dejó caer sobre el césped. La camisa blanca, arrugada, se pegaba a su piel con la humedad de la mañana.
Edward la miró. La miró de verdad. Y hubo miedo en su mirada. No por ella, sino por lo que sentía. Porque Olivia ya no parecía una chica con heridas. Parecía una decisión. Un incendio. Algo inevitable.
Ella notó su tensión y sonrió. Tranquila. Dulce.
—¿Te acuestas aquí? —le dijo, palmeando suavemente su regazo.
—Oficialmente… ¿esto es una cita? Porque está empezando a sonar bastante cursi, Velázquez.
Pero se tumbó igual, con la cabeza apoyada sobre sus piernas, sin resistirse. Con una sonrisa tonta dibujada en el rostro, como si no pudiera evitarlo. Como si algo en ella le hubiera desactivado las defensas.
Olivia empezó a acariciarle el cabello con movimientos suaves, casi hipnóticos. Y Edward cerró los ojos. Por un instante, el mundo dejó de ser una amenaza.
Nunca había estado así con nadie. Ni siquiera con Lucía. Con ella, todo había sido deseo, drama, caos. Pero esto… esto era algo distinto. Esto era calma. Calor. Una especie de ternura que no sabía manejar, pero que tampoco quería soltar.
Abrió los ojos para verla. Olivia tenía la mirada perdida entre las hojas del árbol, como si contara los segundos con el corazón. Se desajustó la corbata con desgana y se desabrochó un par de botones de la camisa, dejando ver apenas la piel de su clavícula.
—Hace calor, ¿no te parece? —murmuró sin mirarlo.
Edward tragó saliva. Sonrió, embobado. Y sin pensar demasiado, respondió:
—No sé si morí… pero me siento perfecto.
Y lo decía en serio. Porque en ese instante, con la cabeza en su regazo, el olor del césped y los dedos de Olivia enredándose en su cabello, no había pasado, ni futuro. Solo ese momento. Y él no quería moverse nunca más.
Edward se incorporó apenas, con una lentitud casi reverente, apoyándose en uno de sus codos para mirarla de cerca. Sus ojos se detuvieron un segundo en los labios de Olivia, luego en sus ojos, como buscando permiso, como si aún no creyera que ese momento fuera real. Y entonces, sin prisas, le dio un beso. Suave, tierno, cálido. El tipo de beso que no busca encender fuego, sino prometer abrigo.
Olivia sonrió contra su boca, divertida y encantada.
—¿Qué tipo de beso es este? —murmuró con una ceja en alto—. Muy dulce para un alma oscura como tú.
Edward soltó una risa baja, de esas que le nacen del pecho. Luego, con un gesto juguetón, le dio un beso en la punta de la nariz.
—¿Y de este qué opinas?
—Dulce. Muy dulce —respondió ella, conteniendo una risa.
Entonces él giró apenas el rostro y le besó la mejilla con suavidad.
—¿Y este?
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Editado: 22.04.2025