Ephemeral Darkness

Prólogo

«Profundidades del Antiguo Inframundo, Reino de Hades»

 

Los brazos le dolían y su estabilidad mental estaba llegando al límite. El cansancio de continuar remando sin descanso desde muchos eones atrás y acompañar a las almas en desgracia por todo el río Aqueronte hacia su destino con Hades, comenzaba a desesperarlo. Cuando le otorgaron ese trabajo en el inicio del todo, lo disfrutó, cobrando un óbolo por alma y si alguno no conseguía el pago de trayecto, lo hacía vagar durante cien años y llevarlo gratis, pero no sin antes martirizarlos.

¿Acaso solo para eso había sido creado por los Dioses? Además, Hades jamás le permitía un descanso, puesto que, luego de encarcelarlo un año a modo de castigo por haber permitido que Heracles tuviera acceso sin obtener el pago habitual exigido a los vivos: una rama de oro que proporcionaba la sibila de Cumas, ya no le quedaba dignidad para pedirle unos días de tranquilidad, y lo peor era que la verdadera razón de dejar entrar a ese humano al inframundo, fue porque perdió una absurda apuesta contra él. A menudo, durante su jornada laboral, se quedaba pensativo mientras sus pasajeros en su gran barco infernal lo miraban con cierta lástima. No deseaba estar ahí. Incluso era amable con frecuencia porque sentía y comprendía la infelicidad de sus clientes.

—¿Quién soy yo? ¿Para qué sirvo? —se preguntó a sí mismo un día cualquiera en su laburo, con la mirada perdida en el horizonte escarlata y después en las oscuras aguas del río Aqueronte, que, de antemano, ya lo tenían fastidiado.

—El gran Caronte deprimido, eso no lo puedo creer.

El recién mencionado volvió la cabeza hacia su pasajero. Era la primera vez que una de las almas en desgracia tenía el valor suficiente para hablarle.

—¿Quién te ha dicho que puedes dirigirte a mí con esa arrogancia y egocentrismo? —vociferó, irguiendo su espalda y adoptando una postura grotesca. Su largo cabello plateado y barba, le llegaban hasta el suelo del barco y detuvo la travesía para mirarlo con odio. No era más que el alma de un joven entrado en los veinte años, todavía con su apariencia mundana: cabello rubio, piel de porcelana y ropa muy cómoda, pero lo que más le sorprendió al barquero, fueron los ojos del desafiante chico, que tenían una rara combinación de colores muy claros: azul, verde, gris y amarillo, y no parecía pertenecer al mundo terrenal, pero lo era. Había sido muy atractivo entre los humanos, no había duda, y también muy altanero.

—Es el colmo que, inclusive estando muerto, tenga que tolerar los monólogos internos de seres desdichados—se burló—pensé que en el infierno todo era promiscuidad y porquería, no un sitio decadente con guardianes sin estabilidad mental y depresión.

Caronte frunció el ceño, perplejo.

—Si tan solo pudiera volver a la vida y poder contarle al mundo que el infierno no es más que el reflejo de lo que se vive arriba—canturreó el chico rubio—que la depresión es más potente y letal acá abajo, y que no tiene sentido nada. Es como seguir “vivo”, la tristeza, odio, decepción y ansiedad, persiste en cualquier parte.

—Tú no sabes nada, débil e insignificante humano, que ahora solamente eres el alma de lo que alguna vez fuiste—le espetó el barquero, retomando el camino, sin dejar de enviarle miradas desdeñosas.

—¿Ves esto de aquí? —le preguntó. Caronte lo miró por el rabillo del ojo y el joven se levantó la sudadera para mostrar un torso bien trabajado por el ejercicio—justo en esta área—indicó, señalando el sitio donde en vida tuvo un corazón—fui asesinado por unos pandilleros en una pelea y es curioso que no tenga la herida de la navaja.

—Estás muerto y eres una representación de tu cuerpo terrenal—le recordó Caronte—aquí ya no hay heridas ni dolor, solo sufrimiento mental por tus pecados, que, al parecer, eran muchos.

—La verdad es que no—reconoció el chico, sin rastro alguno de aquella prepotencia y arrogancia—mi único pecado fue defender a mi madre de esos imbéciles.

Caronte guardó silencio, remando más lento.

«Siempre fui un chico ejemplar y no estoy alardeando. Me porté bien en todos los aspectos, sacaba buenas notas en la escuela, trabajaba medio tiempo en una pizzería de mierda en donde solo me explotaban—continuó diciendo el infeliz joven, con demasiada amargura—pero con tal de ayudar a mi familia económicamente y que mi hermana Lexa terminara la preparatoria sin problemas, puesto que, nuestro padre nos abandonó casi al nacer, dejándole la carga a mi mamá».

Escuchar hablar a esa alma le proporcionó una nueva emoción a Caronte. Empatía. Y siguió en silencio, remando calmadamente mientras su pasajero se desahogaba con él.

—Y quiero que me expliques una cosa, Caronte—se refirió al barquero con excesiva confianza— ¿por qué terminé en el infierno si solamente cumplí con mi deber como hijo al defender a mi madre de ser abusada sexualmente por una banda de depravados? ¿dónde está la justicia divina de la que tanto hablan los religiosos?

—La justicia divina no existe como tal. Se llama karma—contestó Caronte—tuviste la mala suerte de estar en el lugar equivocado; por eso estás aquí. El inframundo es para las personas que decidieron tomar las peores decisiones, pese a tener otras alternativas.

—¿Qué opción diferente tenía yo? —lo recriminó, como si el barquero tuviera la culpa— ¿dejar simplemente que le hicieran daño? ¿y en mi propia cara?




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