Ephemeral Darkness

Capítulo 3

Diciembre llegó más rápido de lo que pensé y estaba a escasos días de cumplir un mes trabajando en el restaurante y bar nocturno llamado «Tártaro» y ya había comenzado a nevar. Mi jefa era muy amable y considerada al dejarme marchar a las diez en punto, una hora antes, para no desvelarme demasiado y rendir en mis clases. Le había comenzado a tomar cariño al trabajo y a ver muchas escenas ridículas causadas por el alcohol con los clientes. Desde despecho hasta propuestas de matrimonio en el que fui testigo al llevar la champaña hasta la mesa de la pareja de chicas que se comprometieron hermosamente. Como estuve en semana de exámenes de final de semestre, me iba más temprano y llegaba más tarde a petición de la licenciada Lucy Oxford, la mejor jefa del universo. Cuando estuve libre, repuse las horas, trabajando dos fines de semana todo el día.

El último domingo de repuesto de tiempo, eran pasadas las once de la noche y el lugar estaba abarrotado de personas. Divisé algunos rostros conocidos del instituto y seguí limpiando la barra con una franela. Me había tocado tomar el lugar del Barman por esa noche. Tenía suerte que la mayoría estaba en su mesa y nadie había llegado a molestar a la barra.

—¿Qué vendes aquí? —me preguntó una voz trémula y masculina. Ni si quiera me tomé la molestia de mirarlo porque a través del rabillo del ojo lo vi tomar asiento en la barra. Genial.

—Leche con chocolate—respondí con sarcasmo, enjuagando la franela.

—No sé qué demonios sea eso, pero suena bien. Dame un vaso lleno de leche con chocolate—exigió.

Volví el rostro inmediatamente hacia él casi como Regan, la niña del exorcista y fruncí el ceño. Lo escudriñé de pies a cabeza, pero no podía verle la cara puesto que tenía una sudadera oscura con la capucha puesta encima y la cabeza inclinada hacia abajo. Únicamente podía ver unos cuantos mechones dorados sobresaliendo de la capucha.

—¡Si estás drogado, mejor lárgate! ¡Este lugar es solo para alcoholizarse! —espeté a gritos a causa de la música.

—¡Qué molesta eres! —me dijo en gruñido y se levantó tambaleante. Debía medir cerca de un metro con ochenta y cinco centímetros porque quedé diminuta en comparación. Se llevó una mano al pecho, justo sobre el corazón y se quejó.

—¿Te encuentras bien? —di un paso a él y lo tomé del brazo.

Y sin previo aviso, nuestras miradas se encontraron. Quedé estupefacta con semejante atractivo masculino. Sus ojos eran una rara combinación de colores claros que me dejó muda y el resto de su rostro tan bello. Tenía tres perforaciones: en ambos lóbulos de las orejas y en el labio inferior derecho. Señal de que usaba piercings.

—No me toques—me empujó y tan solo caminó un paso, cuando se desplomó frente a mí.

Rápidamente fui a auxiliarlo y comprendí que se había desmayado. Con ayuda de los demás meseros, lo llevamos a la oficina de la señorita Oxford en donde ella nos indicó que lo dejáramos en el sofá. Tratamos de reanimarlo con un poco de alcohol y no ocurrió nada.

—¿Estás segura que se desmayó así sin más? —inquirió ella, preocupada.

—Sí. Se tambaleó antes de irse y cuando quiso caminar, se desfalleció frente a mí.

Escudriñé su rostro, el cual no estaba relajado, sino más bien abrumado de dolor y luego bajé la mirada a su pecho, en donde alcancé a ver una huella oscura que iba haciéndose más grande. Y sin miramientos, le levanté la sudadera y nos horrorizamos al ver que era sangre. Entre la señorita Oxford y otro señor mesero, le quitamos la ropa rápidamente, dejándolo solo con sus pantalones. Tenía numerosos tatuajes que no pude ver con mucha atención y un collar con un dije octagonal muy extraño alrededor del cuello. Parecía un amuleto antiguo.

—Madre mía, ¿Qué le pasó? —chilló la licenciada con miedo.

El chico tenía varias heridas en el área del corazón, no, más bien eran cicatrices que habían vuelto a abrirse y sangrar.

—Tenemos que llamar una ambulancia—aconsejaron los otros meseros.

—Y llamar a su familia—dije, y busqué en su ropa alguna identificación. Encontré de todo, menos lo que necesitaba. Su teléfono no tenía batería y las envolturas de chocolate tampoco servían de nada—no hay nada.

—Bien, entonces acompañen a Sophie a llevarlo al hospital—ordenó la señorita Oxford—no quiero que vaya a morir aquí y nos culpen por ello. ¡Corran!

Nos otorgó las llaves de su Mini Cooper rojo y emprendimos la marcha hacia el hospital más cercano. Roger, el señor mesero que me ayudó los primeros días, fue el que condujo y yo me dediqué a cuidar al chico extraño, rubio y guapo en los asientos traseros. Coloqué su cabeza sobre mi regazo y sus largas piernas dobladas sobre el asiento, siendo cuidadosa de no lastimarlo más. Sus largas pestañas casi blancas, descansaban sobre sus mejillas sonrosadas. La nieve hacía que el coche resbalara, pero logramos llegar.

A los quince minutos, las enfermeras del hospital corrieron a atenderlo. Intentamos, Roger y yo, inmiscuirnos, pero fue imposible. Una de las enfermeras nos obligó a dar una explicación al respecto.

—Escuche, señorita—dijo Roger de mal humor—este muchacho llegó al bar donde trabajamos y se desplomó de la nada. Agradezca que lo hemos traído antes de que ocurriera algo peor.

—Es que este joven ha estado hospitalizado aquí desde hace semanas porque tuvo un accidente.




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