Érase una vez en Brooklyn

1: El hombre de la armadura

—El príncipe encantador llegó al castillo con su caballo y su espada, rugiendo de valentía como el gran guerrero que era —narraba, mirando de reojo a la niña que me acompañaba junto a su fiel peluche Lucas.

—¿Iba a rescatarla? —inquirió, observándome atenta.

Suspiré.

—Espera, aún no llego a esa parte. —Me reí.

—Enfermera Sparks, por favor, ¿puede venir un momento? —me pidió el paramédico, asomándose por la puerta.

—Enseguida, Miryam —dije—. Bien, el príncipe penetró el castillo, donde un inmenso dragón esperaba, flameando de furia y deseos de guerra —seguí contando mientras imaginaba todas esas escenas en mi cabeza—. Cuando él llegó y se enfrentó a la bestia, ambos se observaron con diferentes emociones a cuestas, el dragón con oscuridad y él con luz, con la luz etérea del amor más puro, un sentimiento que solo la doncella en aprietos podía provocarle.

—Uau.

—Ambos se enfrentaron cara a cara en una batalla sin igual —exclamé, llamando la atención de ella y de todos los niños que me miraban, expectantes y llenos de emociones. Tomé un peluche y me lo acerqué al cuerpo, apretándomelo contra el uniforme hospitalario—. ¿Y saben qué sucedió?

—¿Qué? —preguntaron todos, entusiasmados.

De fondo se oían los sonidos de los monitores, las bombas de infusión para suero y uno que otro chirreo propio de las camillas y camas de la sala de hospitalización. Pero para todo lo demás, el resto era silencio, un silencio mágico que solo los niños podían generar cuando la imaginación los tenía envueltos en emociones, aquellas capaces de enfrentar, incluso, el dolor y la fatiga de la quimioterapia.

—El príncipe logró derrotarlo con la ayuda de su fiel espada, abriéndose paso entre los caminos de los más oscuros helechos, espinas y enredaderas —seguí narrando—. Fue entonces que subió por la torre, empuñando su arma, pero con la emoción más pura por verla viva.

Tomé aire y le di suspenso a la historia.

—Cuando la encontró, ella estaba escondida tras la cama de grandes doseles, tiritando de terror —murmuré—. La bestia le había hecho daño, pero ahí estaba él, capaz de hacer todo por su amor. El príncipe fue testigo de su sufrimiento y corrió tras la doncella, envolviéndola con sus brazos, dándole todo el calor que necesitaba. Ellos se miraron, al fin, vivos de amor, sintiéndose tras miradas y nada más. “Esto es verdadero amor”, pensaron ambos, dispuestos a besarse tras la luna y los recuerdos de una lucha pasada, porque ahora estaban dispuestos a ser felices para siempre —finalicé en voz baja.

Hablar del amor podía ser duro cuando existían malos recuerdos, siempre me ocurría, pero en respuesta seguí sonriendo.

—Oh, enfermera Naomi, ¿de verdad fueron felices? —preguntó una niña, que vestía un camisón que hacía juego con su turbante.

Suspiré.

—Solo en los cuentos. —Insistí en sonreír.

Los chicos habían quedado fascinados con la historia y ya estaban metidos en su cama, listos para dormir, por lo que aproveché de salir de puntillas y escabullirme hasta la estación de enfermería, donde un par de colegas esperaban con la mirada perdida.

Fruncí el ceño.

—¿Qué ocurre? —inquirí.

Pero antes de que ambas pudieran responderme, la paramédica se acercó y me señaló la oficina de dirección.

—La señora Ramírez quiere verla —me comentó Miryam de manera queda.

Asentí, un poco preocupada. Ella nunca me pedía que fuera si no era una urgencia.

Mientras caminaba hacia allá, veía hacia las paredes llenas de dibujos que los niños que pasaban por el pequeño hospital infantil del Bronx, un lugar en ruinas y muy pobre. Llevaba cerca de tres años trabajando aquí, donde el tiempo y la vida se consumía muy rápido, pero la felicidad se traducía en los niños y nada más que eso.

—Con permiso —dije luego de tocar con mis nudillos—. ¿Quería verme?

Yo tenía las manos en los bolsillos de mi uniforme, expectante ante lo que iba a decirme. Ella hablaba por teléfono mientras se sujetaba la sien con una mano. Se veía preocupada. Cuando me vio, levantó la mirada con seriedad y me pidió que ingresara.

—Lo siento, tenía que arreglar unos asuntos. Siéntate, Naomi —me pidió mientras cortaba la llamada con un suspiro apagado.

Cuando lo hice me quedé muy recta en la silla, con la espalda bien pegada al respaldo. No me gustaban las malas noticias y esta era evidente que lo era.

—Tienes muchas dudas, lo sé, y a mí me cuesta contar estas cosas a mis mejores enfermeras —señaló con pesar—. Tú sabes que sin ustedes este lugar no sería el mismo, los niños las quieren mucho y los médicos residentes saben cuánto han aportado al hospital.

Asentí, muy consciente de eso.

—Todo funciona con mucho amor —señalé sonriente.

—Especialmente tú, Naomi, con tu club de cuentos y teatro. —Copió mi sonrisa con los ojos llenos de lágrimas.

—¿Qué ocurre, señora Ramírez? —inquirí con suavidad.

Pestañeó y unió sus manos con nerviosismo.

—El hospital cerrará.




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