Érase una vez en Brooklyn

4: Azules como el mar

Sentí una fuerte electricidad recorrer cada espacio de mi cuerpo y luego un calor quemante por cada poro de mi piel. Di un salto tan fuerte que por poco boto el medicamento al suelo. El hombre se mantuvo apretando mi mano con la fuerza propia de un adulto sano, era tanto que no podía soltarme.

—¡¿Alguien está por ahí?! ¡Necesito ayuda! —grité, mirando a la puerta.

Dos paramédicos y una colega corrieron hacia mí, seguidos por el Dr. Goldstein.

—¿Qué ocurrió? —preguntó la enfermera.

—De pronto ha reaccionado, no puedo soltar mi mano —señalé.

Todos miraron nuestro agarre, sí, nuestro, porque yo tampoco podía soltarlo. El calor era avasallador y jamás había sentido algo así.

—¿Ha hecho algo más? —me preguntó el médico, acercándose para comprobar sus reflejos.

Negué.

—¿Qué hiciste para que te agarrara la mano? —Nate miraba nuestro contacto y yo finalmente fui soltándolo, un poco nerviosa.

—Solo… le hablé.

Él finalmente bajó la mirada y asintió, continuando con su evaluación.

—Llamaré al Dr. Cambrino, necesitamos más estudios.

—¿Despertará? —No pude ocultar mi ilusión.

—No lo sé —susurró—, pero puede haber una posibilidad.

Cuando noté mi potente alegría, decidí que era mejor insistir en soltarme de su mano. Entonces el Caballero Misterioso estiró los dedos, cortando nuestra conexión.

Me fui, respirando hondo, inquieta por lo que había ocurrido. Era tan raro, una parte de mí parecía recordar esa conexión, como si una porción de mi memoria lo tuviera grabado bajo siete llaves.

—Naomi, me han llamado de improviso, ¿qué ocurrió? —me preguntó Adrian, acercándose a mí—. ¿Te pasó algo?

—Ve a la sala, te necesitan, más que yo, al menos —susurré.

Adrian pestañeó con los ojos entristecidos y se marchó.

Los médicos se avocaron directamente a verlo, monitorizándolo completamente. Para la hora ya tenía conectado el electroencefalograma, mostrando una actividad rápida y progresiva, como si luchara por despertar.

Cuando la sala estuvo libre de personal, volví a entrar, mirándolo con cierta alegría incandescente. No entendía por qué estaba tan feliz de verlo recuperarse, pero al menos así podría mirar sus ojos.

.

.

.

Los días comenzaron a pasar y mi entusiasmo por verlo despertar fue aumentando. Aún nadie venía a verlo, pero yo solía quedarme en su habitación todo el tiempo que me fuera posible, haciéndole compañía. Un día decidí darle un poco de color a su habitación, que siempre solía verse tan fría y desolada en comparación con las demás.

—Mira lo que te he traído —le dije, llegando con globos y un ramo inmenso de flores—. Espero te gusten. —Soné un poco tímida, como si estuviera escuchándome.

Colgué los globos en lo alto de la camilla y puse las flores en una de las mesitas, contenta por cómo había cambiado el lugar con un simple gesto.

—Vas recuperándote muy bien —le susurré—, ¿crees que puedas despertar? Muero por saber quién eres.

De pronto, vi que sus ojos comenzaron a moverse tras sus párpados cerrados y yo, sintiendo el corazón en la mano, me senté a su lado, volviendo a sentir su agarre.

—¿Estás ahí? ¿Me escuchas? —le pregunté con suavidad.

Su mano volvió a atrapar la mía, esta vez con más fuerza que antes.

Me reí.

—Hey, Caballero Misterioso, sé que puedes oírme.

Me acerqué para acomodar su suero, provocando que su rostro quedara cerca del mío y mi respiración chocara con la suya.

Tragué.

Su brazo comenzó a moverse y flexionarse, tirando de mí cada vez más cerca. Cuando nuestros rostros quedaron irremediablemente más apegados, vi como poco a poco iba abriendo los ojos, adaptándose a la realidad.

Casi perdí el sentido de mí misma cuando vi el color, azules como el mar, brillantes, suaves y muy intensos. Fue volver a una realidad desbordante y por un momento quise echarme a llorar, porque ver sus ojos era sentir una nostalgia tan fuerte como nunca la había sentido.

Él miró a su alrededor, sin saber enfocar, hasta que de pronto centró toda su atención en mí, absorto y completamente consciente. Pestañeé y él frunció el ceño, mientras todavía tomaba mi mano.

De un momento a otro retomé mi labor, recordándome que era la enfermera y él un paciente que estaba recobrando la consciencia. Iba a irme para llamar al médico tal como había pasado antes, pero no me soltó.

—¡Dr. Goldstein! —exclamé, arqueando las cejas—. Descuide, estoy aquí para cuidarlo. ¿Puede escucharme?

El hombre volvió a fruncir el ceño, desconcertado, confundido y un tanto intranquilo.

—No le ocurrirá nada, se lo aseguro. ¿Puede verme bien?

Le toqué la frente y él buscó mi mano libre, muy sorprendido.

Sonreí.

—Claro que puede verme y escucharme. ¿Recuerda cuál es su nombre?

Apretó los ojos, como si le doliera la cabeza.

En ese instante llegó el Dr. Goldstein junto a Adrian, alertados por mi llamado.

—Despertó —dijeron los dos al unísono.

De inmediato se avocaron a evaluarlo, invadiéndolo de golpe. Yo quise hacerme a un lado, pero el misterioso hombre me mantenía prisionera a su derecha.

—Señor, ¿sabe dónde se encuentra? —inquirió Adrian, mirando cómo nuestras manos se mantenían unidas.

El hombre seguía manteniendo el ceño fruncido, pestañeando con confusión.

—¿Sabe cuál es su nombre? —insistió—. Naomi, por favor, aléjate —me pidió al ver cómo, poco a poco, el misterioso caballero agitaba las piernas.

No tuve tiempo de reaccionar, porque cuando Adrian se dirigió a mí, el dueño de los ojos azules me miró, intrigado.

—Señor, míreme bien, ¿sabe cómo se llama y dónde se encuentra? —Adrian elevó la voz y le puso una luz contra los ojos.

Él se agitó y estiró la mano libre, alejándolo.

—Señor…

El Caballero Misterioso comenzó a agitarse cada vez más, apretando los fuertes músculos. Adrian iba a calmarlo, pero él atrapó su brazo, apretándolo.




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