Érase una vez en Brooklyn

5: Un príncipe encantador

Nos mantuvimos mirándonos a los ojos de forma suave y calma.

—¿Charles…?

—Hamilton.

Levanté las cejas y volví a sonreír.

Era un nombre que no iba a olvidar.

—Mucho gusto, Charles Hamilton. —Le tendí la mano que antes teníamos unida y él volvió a apretarla, emitiendo una suave sonrisa.

Sentía que mi corazón se desbocaba sin control y el calor me subía hasta las mejillas.

«Qué hermosa sonrisa, madre mía»

—M… me teme —dijo de pronto, todavía con dificultad.

Me sentí un poco mal por mi expresión anterior y mi llegada a la sala. Lo había notado.

—Yo…

Frunció el ceño y luego desvió la mirada.

—No quería golpearla, nunca fue mi intención hacia usted.

El escucharlo con más atención me dio dos impresiones: tenía una excesiva elegancia al hablar y una formalidad muy diferente, incluso su acento no parecía de aquí.

—Usted estaba un poco exaltado, no tiene por qué sentirse culpable.

Sus ojos pestañearon, pues el medicamento ya estaba haciéndole efecto.

—Naomi, ¿ya le has administrado el…? —Mi colega, que venía hacia mí, se quedó en silencio cuando vio que él estaba calmo conmigo.

—Que tenga dulces sueños, señor Hamilton. Yo estaré aquí, nada malo ocurrirá —le susurré, soltando suavemente su mano para depositarla sobre la cama.

Charles se quedó dormido con sus ojos aún puestos en mi rostro, su respiración se hizo tan calma que mi colega abrió los párpados, incrédula.

—No sé qué botón apretaste, pero es la primera vez que no lo veo luchando con alguien del personal —señaló.

Le quité importancia, no había receta mágica.

—Solo paciencia —le dije.

.

.

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Charles Hamilton no despertó en toda la tarde y noche que me quedé de guardia. Me habría gustado poder platicar más con él, pero no hubo momento.

Durante la madrugada me quedé frente a la computadora de la estación, averiguando alguna información de Charles Hamilton. Quizá lo estaban buscando y nosotros no teníamos idea. Con un café cargado en mano me puse a teclear de manera enérgica, bajando por los diferentes resultados que me mostraba el buscador. De todos, nada parecía esclarecedor, pues hablaban de otras personas o simplemente no tenía nada que ver con mi búsqueda en sí. Cuando estaba dándome por vencida, vi que había un portal de historia de una famosa universidad inglesa, el cual hablaba de una antigua leyenda de la antigua Escocia, respecto a un oculto reino cercano al año 1600 d.C. Lo pinché y esperé a que cargara, intrigada y dubitativa. ¿Qué tenía que ver con Charles Hamilton? Cuando la página abrió por completo, una de mis colegas me llamó desde el otro extremo.

—¡Tenemos un código azul en la sala uno! ¡Tenemos un código azul! —exclamó.

Yo dejé mi café y partí rauda mientras tiraba del carrito de emergencia, olvidándome por completo de la página de internet.

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Al día siguiente recibí la emocionante noticia de que me había ganado cinco días libres a cambio de todas las guardias que llevaba a cuestas. Y eso que había pasado un mes y medio de idas y venidas al hospital.

Justo cuando llegaba de disfrutar un día junto a mi hija, aprovechando de comprar algunas cosas de Navidad para comenzar a decorar el pequeño departamento, vi la puerta abierta del apartamento del frente. Mi corazón latió deprisa y cuando vi salir a Victor, mi antiguo gran amigo, me eché a sus brazos sin pensarlo.

—¡Victor…! —exclamé, mirando a sus ojos oscuros.

—Naomi, tanto tiempo sin verte —respondió, para luego saludar a mi hija—. Es idéntica a ti.

Todavía no daba crédito a lo que veía.

—Sí, Naomi… He vuelto.

—Lo sé.

Suspiramos.

—No funcionó —añadió.

Lo supuse.

Victor y yo éramos muy amigos. Él manejaba un restaurante hacía mucho tiempo con un chef de renombre: la mujer de la cual se enamoró. Cuando decidieron dar un paso juntos, ella le prohibió que nos viéramos y, para no causar conflicto entre los dos, decidí dar un paso al costado. Además, le estaba yendo muy bien e iba a dejar este pequeño departamento para irse a un lugar mucho más lujoso y adecuado para su nueva vida. Aunque me dolió perderlo, quería que fuera feliz, sobre todo después de haber perdido a su hijo pequeño cuando era un bebé, fruto de una relación pasada que tampoco funcionó.

—Perdóname, pero debí entender que iba a extrañarte y que ella jamás iba a comprender que mi vida sin mi mejor amiga no es la misma —afirmó.

—¿Cómo estás?

—Lo intento. —Suspiró—. Es bueno volver a mi antiguo departamento, pero…

—El restaurante, ¿no?

Asintió.




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