Había una vez una princesa de nuez que desde su niñez poseía brillantez, con el cabo de los años le llegó la adultez, aunque nunca dejó de lado la timidez que la acercaba a la madurez por sencillez.
Hay todo un mundo ahí afuera esperando a que sus ojos lo recorran al ritmo de sus pasos.
Una joven de astucia con el corazón lleno de emociones, que no necesitaba de ningún chico para ser feliz.
No importaba si no tenía quien la mirara
No importaba si no tenía quien la ayudara
No importaba si no tenía quien la abrazara
No importaba si no tenía quien la protegiera
No importaba si no tenía quien la defendiera
No importaba si no tenía quien la escuchara
No importaba si no tenía quien la consolara.
Pues dándose amor ella misma así era feliz
Pues dándose calor ella misma así era feliz
Pues dándose valor ella misma así era feliz.
Y entonces abres los ojos y te das cuenta de que en la vida real no se dicen esas frases de película, que nadie cruzaría un oceáno para abrazarte cuando tengas frío, que las historias de amor solo existen en canciones, que las personas cuentan mentiras, que siempre será más fácil perdonar que olvidar y que las cosas nunca vuelven a ser lo mismo. Que tú por desgracia ya no eres una niña. Que tienes que aprender a luchar, a recuperarte, a seguir y nunca depender de nadie.
De apagarse, de querer tirarse y ni siquiera levantarse, de alejarse en el silencio abrazarse, de llorarse hasta vaciarse, de mirarse hasta encontrarse.
A veces hay que dañarnos, para volver a curarnos, a veces hay que perdernos para volver a encontrarnos, a veces hay que sentirnos realmente solos para darnos cuenta de la compañía que somos.