Eres mía, nunca lo olvides

Prólogo

CALISTA HANSON

CALISTA, 10 AÑOS.

Frunzo mi ceño y me cruzo de brazos, sumamente molesta.

Lo único que quería era llegar a mi casa lo antes posible para buscar a mi padre y hablar con él, con «el causante de mi mal humor».

Miro por la ventana de la camioneta, dándome cuenta de que estábamos entrando al territorio de mi familia.

—No deberías estar tan enfadada con él, pequeña. —menciona Simón, mi chofer personal— Solo quiere protegerte, al igual que todos los que están a tu alrededor.

Vuelvo mi mirada hacia él de manera acusadora cuando entiendo que sin haber dicho nada, supo por lo que estaba pasando. Rápidamente me levanto de mi asiento, y después de hacer varios movimientos con mis piernas y brazos, logro sentarme en el asiento del acompañante, para que de esa forma pueda verlo mejor.

Simón no giró su cabeza, sino que de lo contrario, mantenía su mirada fija en el camino, con la diferencia de que ahora tenía una amplia sonrisa en sus labios, como si le pareciera divertida la situación.

—¿Otra vez te has atrevido a escuchar mis pensamientos? —pregunto, ofendida.

—Lo lamento mucho, pequeña. —se disculpa— Pero en mi defensa, tus pensamientos fueron los que invadieron mi mente. —objeta, deteniendo la camioneta enfrente de mí casa— Como estás molesta, en vez de pensar con calma, estabas pensando a gritos.

Apaga el motor y al segundo, giró su cabeza, conectando su mirada con la mía, regalándome también una de sus sonrisas características.

—No te atrevas a hacerlo de nuevo, Sim.

Lo señalo con uno de mis dedos y lo fulmino con mi mirada, queriendo parecer amenazadora.

—Tienes mi palabra. —me garantiza, sin borrar su sonrisa— Juro que no lo volveré a hacer sin tu consentimiento.

Bajo mi mano, suspirando.

—Bien, te creo. —digo, sin darle demasiada importancia.

Giro una vez más mi cabeza hacia la ventana y decido no perder más tiempo. Agarro mejor mi mochila y me la acomodo en mis hombros, para acto seguido, abrir la puerta de la camioneta y bajarme de ella.

—Adiós, pequeña.

—Adiós, Sim. —me despido, agitando mi mano en su dirección.

Cierro la puerta y me giro, comenzando a caminar hacia la puerta principal, en dónde sabía que dentro se encontraba mi padre. Solo quería una respuesta, aunque sabía muy bien que no podía estar más de dos horas enfadada con él. Pero no podía dejar pasar lo que hizo, así que me negaba a perdonarlo tan rápido. Solo esperaba que no me chantajeara con comida, porque de esa forma estaba muy segura de que perdería.

Al llegar por fin a la puerta principal, decido abrirla con suma brusquedad.

—¡Papá! —grito, arrojando mi mochila y mi abrigo al suelo, sin ningún cuidado.

—¿Qué pasó? —pregunta mi hermano, corriendo hacia mí, preocupado.

—No, tú no eres a quién estoy buscando. —niego, pasando por su lado.

Sigo mi camino hacia el despacho de mi padre, pues era ahí en dónde se encontraba.

Sin detenerme a tocar o informar de mi llamada «aunque posiblemente con mi grito, ya sepa que estaba aquí y lo estaba buscando», abro bruscamente la puerta y entro a su despacho.

—¡Papá! —grito una vez más, conectando mi mirada con la suya.

—¿Qué fue lo que hice ahora? —pregunta, dejando lo que estaba haciendo para recostar su espalda contra el respaldo de la silla y darme toda su atención.

—Tú sabes muy bien lo que has hecho, papá. —le reprocho, cruzándome de brazos.

—Realmente no lo sé, mi niña. —se excusa, mientras lo veía levantarse de su lugar y caminar hacia mí— ¿Qué hice?

—¡Tú lo sabes bien, papá! —grito con molestia y lo señalo con uno de mis dedos.

—¿Qué le has hecho esta vez a nuestra hija, Alexander Hanson? —le preguntó mi madre, adentrándose a la pequeña discusión que estábamos teniendo.

Camino rápidamente hacia ella, sabiendo que era la única que me comprendía y la que sabía que siempre estaría de mi lado sin importar lo que haya sucedido.

—Es que no lo sé, amor. —respondió, fingiendo inocencia— No he hecho nada malo.

—Mami, —la llamo, apoderándome de su atención— él le dijo a todos los niños de mi colegio que no se acercaran a mí y ahora ni las niñas quieren jugar conmigo porque temen que papá también las amenace. —cuento, haciéndole un pequeño puchero, para después dirigir mi mirada molesta hacia mi padre— Y eso no se hace, ¡está mal, papá!

—¿Yo? —pregunta, señalando su pecho— ¿Ser capaz de cometer tal atrocidad? No, mi niña. Jamás podría hacerlo.

—¡No mientas, papá, o te crecerá la nariz!

En ese momento, mi atención se desvió hacia la puerta, en dónde mi hermano entraba con una bolsa de palomitas en sus manos. Siento como la emoción comienza a crecer en mi interior y las ganas de querer comer palomitas aparecían.

«Si me acerco, ¿me dará algunas?»




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.