El cartel de Se Vende colgaba torcido en la verja oxidada, como si la propia casa intentara desanimar a los compradores. La agente inmobiliaria, una mujer de sonrisa demasiado blanca para ser sincera, aseguró que era "una ganga".
— Tiene historia — dijo, pasando un dedo por el marco de la puerta y dejando un surco limpio en el polvo acumulado.
No mentía. La casa respiraba historia. Cada escalón crujía con un lamento ahogado, los vidrios de las ventanas reflejaban siluetas que no coincidían con las mías, y el olor... Dios!, ese olor a tierra húmeda y algo más, algo dulzón, como carne olvidada entre las paredes.
Me acosté temprano, exhausto por el traslado. El dormitorio principal tenía un papel tapiz descolorido con un patrón de flores que, si mirabas demasiado tiempo, parecían retorcerse en formas de caras. Apagué la luz.
Fue entonces cuando lo escuché.
No un susurro. Un arrastre. Como si alguien con uñas largas hubiera rozado la base de mi colchón desde debajo de la cama. Me quedé paralizado, conteniendo la respiración.
— Hiciste bien en venir — susurró la voz, tan cerca que sentí el aliento helado en mi oreja.
Encendí la lámpara de un golpe. Nada. Solo las flores del papel tapiz, ahora quietas.
Al día siguiente, exploré la casa. En el desván, encontré una caja de zapatos llena de fotografías amarillentas. Todas mostraban a la misma familia: padres y dos niños, sus sonrisas rígidas, sus ojos demasiado oscuros para ser naturales. En la última foto, fechada en 1953, alguien había garabateado con lápiz rojo sobre sus caras:
"NO ESTÁN MUERTOS. ESTÁN AQUÍ."
Una mancha marrón se extendía desde el reverso de la imagen. Al tocarla, me di cuenta demasiado tarde de que era sangre seca.
Esa noche, preparé una grabadora. Lo que captó me dejó sin aliento:
00:15:30 – Mi respiración irregular.
01:02:45 – Un chasquido de lengua, claramente dentro de la habitación.
01:47:12 – La voz, ahora con tono de burla: — Sabemos que escuchas. ¿Por qué no nos miras? —
Al revisar la grabación, noté algo peor: un segundo susurro, casi inaudible, que se superponía al primero. Como si hubiera alguien más... algo más... esperando su turno para hablar.
Y esa noche, juré haber visto, por el rabillo del ojo, una mano huesuda retirarse bajo mi cama.
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No hay fantasmas, solo historia mal contada, solía decir mi abuelo. Ojalá hubiera tenido razón.
La biblioteca municipal olía a polvo y humedad. El archivista, un hombre mayor con gafas tan gruesas que distorsionaban sus ojos, me entregó una carpeta marcada con la dirección de la casa.
— Nadie ha pedido esto en... bueno, nunca — dijo, limpiando el polvo de la tapa con un pañuelo amarillento.
Dentro encontré:
- Recortes de periódico sobre tragedias inexplicables:
- 1923: El primer dueño, Samuel Hargrove, apareció colgado en el desván. El informe decía suicidio, pero las fotos mostraban algo distinto: sus pies no tocaban el suelo, y la soga... la soga parecía crecer del techo, como una raíz negra.
- 1978: La familia Dawson desapareció en plena noche. La mesa del comedor estaba puesta para la cena, la comida fría pero intacta. En el dormitorio principal, encontraron uñas incrustadas en la pared, como si alguien hubiera intentado escalar hacia el interior.
- Un diario personal de Eleanor Dawson (la madre), cuyas últimas páginas se volvían incoherentes:
Los niños dicen que juegan con los de abajo. Anoche, Emily gritó que algo le sopló en el oído mientras dormía. Richard y yo no escuchamos nada. Pero esta mañana... su almohada estaba mojada. No era saliva.
El último inquilino, Daniel Pierce, seguía internado en el Hospital Sanatorio Westwood. El doctor se mostró reacio a dejarme verlo.
— El señor Pierce sufre de psicosis parasomnia — explicó.
— Cree que alguien se le sentaba en el pecho por las noches —
Pero cuando finalmente me dejaron entrar, Daniel me susurró algo que no estaba en ningún informe:
— No son fantasmas. Son parásitos. Se alimentan del miedo. Primero te susurran... luego te tocan... al final... —
Sus dedos esqueléticos se cerraron alrededor de mi muñeca.
— ...entras tú en las paredes, y ellos salen por tu boca —
En su diario (que logré sacar escondido en mi chaqueta), encontré un dibujo que me dejó sin aliento: mi casa, pero con bocas abiertas en cada ventana, y manos saliendo de la chimenea.