Escapando De Lo Prohibido

Chocolates y Ámbar

No sé si fue el café de la mañana o la adrenalina, pero cuando sonó la alerta, supe que algo gordo estaba pasando. Trabajo en uno de los hospitales más importantes del país—y no lo digo por presumir, pero si algo pasa, los pasillos se agitan como si fueran venas bombeando urgencia.

Si lo pensaba bien cada dia que pasaba en este hospital me acortaba un día de vida, asi que con las horas de trabajo que tengo y lo obstinada que soy, no creo vivir mucho, aunque espero vivir lo suficiente como para terminar este turno.

Yo soy Dakota, subjefa de enfermería. Pelo oscuro, rizado, carácter dulce pero firme, y una habilidad especial para calmar tempestades… o al menos eso intento. En cuanto me llegó el llamado, no dudé ni medio segundo. Avancé por el pasillo con ese paso apurado pero elegante que una desarrolla con los años, y llamé a dos de mis chicas. No sabíamos mucho, solo que nos necesitaban en un quirófano, de forma discreta. Ya eso encendía todas las alarmas.

Y claro, ahí estaba él. No, no el paciente aún—el gorila. Un hombre que parecía sacado de una película de espías: traje negro, gafas oscuras, y una cara que decía “tú no pasas”. Nos detuvo con una pregunta que sonó más a advertencia:

¿Alguna vez sentiste que el mundo se detiene justo cuando más debería correr?
Eso pensé mientras corría por los pasillos del hospital, esquivando camillas, médicos, y la clásica máquina de café que siempre, siempre, está rota cuando más la necesitas. Pero no era una emergencia cualquiera, no… era una alerta silenciosa. Las que se murmuran entre pasillos, esas que te erizan la piel antes de saber siquiera por qué.

Soy adicta al chocolate caliente, y con más guardias nocturnas encima que horas de sueño. No me asusto fácil, créanme. Pero esa alerta… tenía un sabor distinto. Llamé a dos de mis chicas con una seña sutil. No hacía falta hablar. Ellas lo sintieron también.

Apuramos el paso hasta el quirófano, pero claro… la escena cambió de urgencia médica a película de espías.

—¿Quién les autorizó estar aquí?

Y ahí fue cuando pensé: “Ay, Dios… ¿en qué lío me metí?”

Nos miramos entre nosotras, como si buscando la respuesta en los ojos de la otra. Pero respiré hondo, apreté los labios y me lancé.
—La doctora a cargo nos llamó.

Y como si mi voz hubiera desbloqueado un hechizo, apareció ella. La doctora Mendez. Vestida de azul quirúrgico, pero con sangre... por todos lados. En serio, parecía salida de una escena de terror con bisturí. Sin decir mucho, solo le lanzó una mirada que habría hecho temblar a una muralla, y el gorila nos dejó pasar.

Yo estaba entre el “esto es ilegal” y el “esto es urgente”. El dilema moral que uno no aprende en la universidad.

Y entonces lo vi. A él.

No sé si fue la sangre, la herida, o la absurda calma que irradiaba, pero juro que por un segundo me olvidé de respirar. Ahí estaba, tirado en la camilla, sin camisa, sosteniendo con una mano gasas sobre una herida que parecía salida de una guerra.
Y lo peor—o lo mejor, según cómo se vea—es que estaba consciente. ¡Consciente!

—Estoy encantado de ver a mujeres tan bellas —dijo, con esa sonrisa torcida de quien no sabe si está flirteando o delirando.

Y yo ahí, como una idiota, parada con una mezcla de horror y... ¿curiosidad? ¿Qué clase de hombre está hecho trizas y todavía encuentra energía para coquetear?

—¿Cómo está consciente...? —musité, más para mí que para alguien más.

—¡Dakota, manos a la obra! —me despertó de golpe la doctora, con tono de “o te mueves o te saco”.

Obedecí por instinto. Corrí a su lado, tomé las gasas y presioné sobre la herida. El hombre gruñó de dolor. Vi su cuerpo tensarse, la mandíbula apretada, la cabeza echada hacia atrás.

La doctora lo reprendió como si estuviera haciéndose el dormido.
—¡Raven, no te duermas!

Y él, con esa maldita sonrisa encantadora, respondió:
—Eres muy mandona…

¿Raven? ¿Así se llama? Perfecto, ahora le poníamos nombre al caos.

—Dakota, manténlo despierto. Como sea.
—¿Y cómo hago eso?
—¡Como sea!

Ah, claro. Porque en mis clases de enfermería tuvimos un módulo sobre “cómo evitar que un hombre guapo y herido se duerma cuando se está desangrando”.

Le pasé el control de la herida a mi compañera y me agaché frente a él. Empecé con preguntas ridículas, porque era lo único que se me ocurrió.
—¿Tienes mascota? ¿Color favorito? ¿Té o café?

Él me miró, apenas, con los ojos entrecerrados.
—No está funcionando…

Perfecto. Me estaba fallando la técnica de entrevista de cita exprés en quirófano clandestino.

Entonces lo tomé del rostro. Mis manos cubrían sus mejillas frías, y lo obligué a mirarme. Y ahí fue cuando lo dijo:
—Tienes unos ojos hermosos…

Ay, por favor. No ahora, corazón. No me hagas cosas.

—Son de mi madre —le respondí con una sonrisa suave. —¿Y tú? ¿Qué heredaste de la tuya?

—El gusto por los ojos ámbar…

Y volvió a cerrar los ojos.




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