A veces me pregunto si las decisiones que tomamos con el corazón deberían venir con una etiqueta de advertencia: "puede causar caos, confusión y, posiblemente, ternura inesperada".
Porque, honestamente… ¿quién se sube sobre un paciente en medio de un quirófano clandestino?
Pues yo. Dakota Harlley. Un gusto.
Me había duchado, pero el agua caliente no se llevó ni la mitad del peso que sentía encima. Sentada en el sillón de la sala de descanso, con el cabello todavía mojado goteando por mi espalda, sentía el cuerpo más denso que una guardia de doce horas en urgencias un sábado por la noche. Me apoyé sobre mi antebrazo y dejé caer la cabeza hacia un costado, mirando al vacío. ¿En qué momento, Dakota? ¿En qué maldito momento?
¿Y si me despiden? ¿Y si ese hombre se queja? ¿Y si este lío termina en una investigación?
Porque claro, no es como si me hubiera preparado para eso en la universidad. Fui feliz estudiando, viviendo con mamá, saliendo con mis amigas, cometiendo mis errores y riéndome de ellos después. Siempre fui esa que decía “lo hago y después veo”, y funcionó… hasta anoche.
El problema es que desde el momento en el que nos llamaron a escondidas, supe que ese paciente no era cualquiera. Y que esto no era una emergencia normal. ¿Un hombre herido sin registro, sin monitoreo, rodeado de guardaespaldas? ¿Dónde rayos estaba yo metida?
—Dakota —escuché, justo cuando estaba a punto de hundirme en mis pensamientos como quien se deja llevar por la corriente.
Levanté el rostro y ahí estaba Arabelle, mi compañera de guerra, pelirroja y siempre un paso más despierta que yo. Me extendió un café y yo lo acepté como si fuera una bendición caída del cielo. Suspiré profundo antes de tomar un sorbo.
—La doctora Mendez te quiere ver. Habitación privada cero-cero-uno.
Pribada. Como en ultrasecreta.
—¿Te parezco con cara de que quiero que me echen?
Ella rió.
—No. Pero suerte igual.
Genial. Mucho mejor.
Subí por el ascensor con esa mezcla rara entre nerviosismo e incomodidad. Me crucé con un par de colegas que me saludaron como si nada, lo cual fue un alivio. Pensé que estarían cuchicheando sobre mi “acto heroico” o lo que sea que eso fue. Pero no. Todo tranquilo. Demasiado tranquilo, diría yo.
Frente a la puerta de la habitación privaba 001, respiré profundo. El tipo de cuarto que normalmente está reservado para presidentes o donantes millonarios. Empujé la puerta con suavidad… y ahí estaba.
Él. Raven.
Despeinado, cubierto aún por algunas vendas, pero más vivo que nunca. Y sí, me miró. Y sí, sonrió.
—¿Tan pronto extrañaste estar sobre mi?
Oh, por favor… ¿es legal ser así de descarado?
Sentí el calor subir por mis mejillas y abrí la boca para disculparme, pero él se adelantó.
—No hace falta. Lo disfruté bastante, en realidad.
Oh, por favor, trágame tierra… o cama. Lo que sea más profundo.
La doctora me entregó una carpeta. Historial médico.
Nombre: Raven Isley.
¿Y saben qué más? Nada. Ni una maldita identificación en la puerta, ni un monitor conectado, ni un código en el sistema. Era como si no existiera, y sin embargo ahí estaba, sonriéndome como si no le hubieran sacado una bala del pecho.
—Debes monitorearlo cada cierto tiempo. No puede pasarle nada —ordenó la doctora.
Asentí en silencio. ¿Qué iba a decir? Todo esto estaba hecho un desastre… de esos bien elegantes y secretos, claro.
Una vez que nos dejaron solos, con dos guardaespaldas parados como estatuas en la puerta, el silencio se volvió más incómodo que cualquier palabra mal dicha.
Raven me observaba.
—Te ves tensa.
—Estoy bien.
Mentí. Horriblemente.
Él lo notó. Claro que lo notó.
—No sería más raro que estuviera cómoda —repliqué—. Estoy sola en una habitación con tres hombres desconocidos.
—Tienes un punto —rió—, aunque yo no debería contar. Soy un lisiado inofensivo.
—Nadie inofensivo resiste consciente mientras le sacan una bala del pecho.
—Otro punto para ti.
Me senté en la silla frente a su cama. No dije nada. No necesitaba hacerlo. No podía.
—Te tomas en serio tu trabajo.
—Lo hago.
La alarma de mi reloj sonó. Dos horas exactas. Me levanté y me acerqué para revisar sus signos vitales, aunque claro… no había ni un solo aparato que los registrara.
—Estás siendo un poco extremista…
—¿Puedes sentir el pulso en tus dedos? ¿Cómo está tu respiración? ¿Dolor en la herida?
Él suspiró mientras yo tomaba nota en silencio. Reprogramé la alarma. Dos horas más.
El día pasó entre idas y vueltas. La doctora Méndez entró cinco veces. Raven logró convencerme de comer. Gracias por eso, por cierto.
Y aunque el reloj siguió girando, mi cuerpo ya no podía más. Los párpados me pesaban. Y antes de darme cuenta… el sueño me venció.
Sentí que flotaba.
Ese calor. Ese pecho firme. Esa sensación de ser levantada con una delicadeza imposible para alguien recién herido.