Me congelé.
El mundo se detuvo por un segundo entero al verlo. Fue como si todo el aire del planeta decidiera ausentarse justo cuando más lo necesitaba. Mi primer instinto fue girarme y salir corriendo, desaparecer, como si pudiera deshacerme de la incomodidad simplemente saliendo de escena. Pero apenas di medio paso, sentí su mano rodearme el brazo. Su tacto era suave… pero firme.
—¡Suéltame! —le grité, con la voz más temblorosa y valiente que pude juntar en ese momento.
Un hombre en la mesa de al lado se acercó, preguntando si todo estaba bien. Lo vi con ojos de auxilio, y aunque Raven intentó calmar la situación diciendo que no pasaba nada, lo interrumpí al instante.
—Sí, sí pasa algo —dije, sintiéndome como una olla a presión a punto de explotar.
Y entonces... el destino, siempre tan oportuno, decidió soltar el segundo meteorito del día.
Mi madre y mi abuela salieron corriendo del restaurante, con caras de susto. El cliente le pidió a Raven que me soltara, pero él se limitó a decir:
—Es un problema entre mi mujer y yo.
¿¡Mi mujer!?
Yo me herví entera. Me sentí como una caricatura a la que le sale humo por las orejas.
—¿¡Entre tu mujer!? —repetí, con un tono tan ácido que podría derretir metal—. ¿Yo soy tu mujer ahora?
Agarré el menú del restaurante y lo golpeé con él sin pensar. No fuerte, pero lo suficiente para acompañar el dramatismo que me corría por las venas. Honestamente, no era el mejor momento para improvisar una telenovela, pero parecía que ya estábamos en pleno capítulo 76.
—¡Dakota, por favor! —dijo mi madre, acercándose. Pero no podía hablar. No encontraba las palabras.
Maldito Raven. Malditos sus ojos, su voz, su forma de sujetarme como si aún tuviera derecho.
—No pasa nada, mamá —dije finalmente, tragándome todas mis ganas de gritar—. Estoy bien.
—No es lo que parece, ¿verdad? —dijo mi abuela, observando a Raven como si estuviera eligiendo dónde enterrarlo en su jardín—. Entra, hija. No hagamos un escándalo aquí.
Quise negarme, gritar que no me arrastraran de nuevo a una situación que no entendía, pero la mirada de mi madre fue suficiente para rendirme. Esa mezcla de preocupación, autoridad y amor silencioso que siempre logra desarmarme.
Me giré hacia Raven.
—¿Vas a soltarme de una vez o tengo que arrastrarte yo?
—Cuando esté seguro de que no saldrás corriendo otra vez —dijo, y mi ojo izquierdo casi se salió de la cara de lo mucho que lo rodé.
Dios, qué hombre.
¿Por qué tiene que hablar así? Como si fuera un personaje de novela que siempre tiene la última palabra.
Me limité a caminar hacia el restaurante, sintiendo cómo los nervios me mordían el estómago con dientes afilados.
—¿Se te antoja algo, muchacho? —preguntó mi abuela ya dentro, con ese tono dulce que usaba solo antes de lanzar la chancla.
—Por ahora no, gracias —respondió Raven educadamente.
—No quiere nada, abue —dije yo, como si pudiera evitar que me siguiera ganando terreno.
—Tendremos mucho tiempo para probar cosas —añadió él con esa voz suya tan segura.
Me giré y lo fulminé con la mirada.
¿Mucho tiempo? A este paso, el único tiempo que íbamos a compartir era el que él pasaría flotando en una caja si seguía hablando así.
Subimos las escaleras, y con cada paso, mi corazón parecía subir también, colgándose de mi garganta.
Al llegar a la puerta, intenté abrirla, pero mis manos temblaban como hojas en otoño. Lo sentí acercarse por detrás. Su aliento rozó mi cuello cuando dijo, en un susurro:
—Te extrañé tanto.
Abrí la puerta de golpe y entré alejándome lo más rápido que pude.
—Respeta mi espacio, Raven —dije, sin atreverme a mirarlo directamente. Porque sabía que si lo hacía… si lo hacía, podía quebrarme.
Me giré. Ahí estaba. Él.
Con solo tenerlo frente a mí, todo lo que me había prometido olvidar, lo que había intentado bloquear, volvió de golpe. Me faltaba el aire.
Raven dio un par de pasos hacia mí, pero se detuvo al ver cómo retrocedía.
—Está bien —dijo—. No cruzaré ninguna línea. Pero al menos dime por qué te fuiste así.
¿Por qué me fui?
¿Y si te dijera que ese día se rompió algo dentro de mí? Que escucharte decir "mi mujer" frente a desconocidos fue como una bofetada emocional. Que no entendía nada y que todo me dolía.
Mi madre abrió la puerta en ese momento.
—¿Qué está pasando aquí? —preguntó, con esa mezcla de “te voy a abrazar” y “te voy a matar” que solo una madre domina.
—No pasa nada —repetí.
—¡Sí pasa! —dijo ella. Y su voz me atravesó—. No es normal que mi hija llegue llorando y se pase los últimos días desequilibrada. Y ahora apareces tú, y todo vuelve a estallar.
Sentí la mirada de Raven sobre mí, y no pude sostenerla. Porque si lo hacía… si lo hacía, todo lo que estaba aguantando iba a romperse.