Escapando de mi esposo cruel: ocultando mi embarazo

La despedida

La noche había sido larga, insoportable. Valeria no cerró los ojos ni un segundo. Cada vez que los párpados se le caían por el cansancio, una imagen volvía a desgarrarla: él, entrelazado con otra, en la cama que juraron compartir como un altar sagrado.

Se sentó al borde de la cama, con la mirada perdida en la oscuridad de la habitación. El silencio era un cuchillo que le recordaba que su vida ya no tenía la misma forma. Respiró hondo, apretó los puños y tomó la decisión: se iría. Ya no había nada que atara su corazón a ese hombre que lo había hecho pedazos.

Con manos temblorosas abrió el clóset. Sacó una maleta vieja y comenzó a llenarla con lo básico: un par de vestidos, un abrigo, documentos, y el retrato de su madre que guardaba en el cajón más profundo. Cada objeto que tomaba era un adiós, un desprenderse del pasado.

El crujir del cierre al cerrar la maleta sonó más fuerte que un trueno en la madrugada. Valeria contuvo la respiración, temiendo que él despertara. Caminó despacio hacia la puerta, rogando en silencio no tener que verlo una vez más.

Pero el destino no le concedió esa misericordia.

—¿A dónde vas? —la voz grave y adormecida de Daniel rompió el silencio.

Valeria se congeló. Giró lentamente y lo vio de pie en el marco de la habitación, despeinado, con el torso desnudo y los ojos entrecerrados, cargados de confusión.

—Me voy —respondió ella con firmeza, aunque su voz tembló apenas.

Daniel frunció el ceño, como si esas palabras fueran un idioma desconocido.
—¿Cómo que te vas? ¿A esta hora?

Ella apretó la maleta con fuerza.
—A cualquier hora, Daniel. Me voy porque no soporto quedarme un minuto más aquí.

De inmediato, él se acercó con pasos rápidos, nerviosos.
—¡Valeria, no! —dijo, tomándola de los brazos—. Por favor, escúchame.

Ella intentó apartarse, pero él no la soltó.
—Daniel, no me toques.

—¡Espera! —su voz se quebró, y en sus ojos había un brillo que mezclaba miedo y súplica—. No puedes hacer esto, no puedes abandonarme.

Valeria lo miró con una mezcla de tristeza y rabia.
—Yo no te abandono. Tú me empujaste a esto. Tú decidiste cuando traicionaste todo lo que teníamos.

Él bajó la mirada, apretando la mandíbula, como si quisiera tragarse su culpa.
—Fue un error… —susurró—. Solo un error.

Ella soltó una risa amarga, seca, cargada de dolor.
—Un error se comete una vez, Daniel. Lo tuyo fue una elección. Y yo no pienso seguir siendo la mujer que espera, que calla, que perdona.

Las palabras lo atravesaron como puñales. Daniel la abrazó de golpe, con desesperación, enterrando su rostro en el cuello de ella.
—No me dejes, te lo suplico —murmuró con voz rota—. No puedo imaginar mi vida sin ti, Valeria. Te necesito.

Ella permaneció rígida entre sus brazos. No había ternura en ese gesto, solo miedo y obsesión.
—Suéltame —ordenó, intentando zafarse.

Él la sostuvo más fuerte, como si soltarla significara perder el último aliento.
—No me obligues a verte marchar. No me obligues a vivir sin ti —imploraba, con lágrimas deslizándose por su rostro.

Valeria cerró los ojos, conteniendo su propio llanto. Una parte de ella todavía recordaba los días felices, los besos sinceros, las risas compartidas… pero ya no quedaba nada de eso. El amor se había desangrado en la traición.

Con todas sus fuerzas lo empujó hacia atrás, liberándose.
—Ya me perdiste, Daniel. Esa es la verdad que tienes que aceptar.

Él se tambaleó, incrédulo, mirándola como si estuviera viendo cómo le arrancaban el alma.
—¡No! —gritó con furia y dolor al mismo tiempo—. ¡No digas eso! ¡Podemos arreglarlo, te lo juro!

Valeria negó con la cabeza, secándose las lágrimas con la manga.
—No hay arreglo para lo que hiciste. Lo único que puedo hacer por mí misma es irme.

Daniel se llevó las manos al cabello, desesperado, y cayó de rodillas frente a ella, sujetándole las piernas.
—No te vayas, por favor… ¡Te lo ruego! Haré lo que quieras, cambiaré, me arrodillaré cada día si es necesario. Pero no me dejes, Valeria.

La imagen de él suplicando a sus pies no le causó compasión, sino un dolor insoportable.
—Ya no soy tuya, Daniel. Y no me vas a detener.

Se inclinó, tomó la maleta y caminó hacia la puerta. Daniel intentó ponerse de pie para detenerla, pero la firmeza en los ojos de Valeria lo paralizó. Era una mujer distinta. Era la misma que se había roto, pero ahora sostenía sus pedazos con dignidad.

Cuando abrió la puerta, un aire frío de madrugada le golpeó el rostro. Era el aire de la libertad, aunque estuviera cargado de incertidumbre.

Daniel se quedó allí, de pie, derrotado, observando cómo el amor de su vida se iba para siempre. Sus ruegos se ahogaron en la garganta. Y Valeria, con el corazón hecho trizas, salió sin mirar atrás.

—¡No escaparás de mí, Valeria! —rugió desde lo alto de las escaleras, con un tono tan cargado de odio que hizo eco en toda la casa.

Ella cerró los ojos un instante, sintiendo cómo cada palabra la encadenaba aún más fuerte que las manos de aquel hombre. Aun así, no se detuvo. Levantó la barbilla, contuvo las lágrimas y salió, dejando atrás no solo la casa, sino la vida que alguna vez creyó suya.

La promesa de Daniel quedó retumbando en su mente como una sentencia:
“No escaparás de mí.”




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