Escape de la cacería

Cuarzos

Gemma caminaba con calma entre las callejuelas nevadas del pueblo, sus alas ocultas bajo la apariencia de una mujer común. Con el frío mordiendo el aire, mantuvo el rostro cubierto y observaba a su alrededor, buscando lo esencial: provisiones, algunas hierbas y tal vez algo de abrigo para los niños.

Mientras pasaba junto a una tienda, sus oídos captaron fragmentos de una conversación que venía de un grupo de mujeres mayores, quienes se reunían cerca de una fogata pequeña, compartiendo murmullos y chismes. Al principio, las voces eran poco más que un murmullo de trivialidades del pueblo, recuerdos de otros inviernos y noticias sobre las familias de los alrededores.

Pero entonces, una de ellas, en tono de confidencia, bajó la voz, y Gemma se detuvo sin querer, percibiendo un tema que despertó su curiosidad.

—¿Recuerdan la historia de aquella mujer? —decía una de ellas con tono conspirador—. La que decían que tuvo un hijo con un ser extraño… algo que ni humano era, o eso se cuenta.

Las otras asintieron, algunas murmurando en señal de acuerdo.

—Claro que lo recuerdo. Decían que fue hace años, mucho antes de que nosotras llegáramos a este pueblo —añadió otra señora, con el ceño fruncido como si repasara recuerdos antiguos—. Algunos decían que era una leyenda, otros que vieron cosas... pero nunca se supo con certeza.

—Dicen que ese niño desapareció después —murmuró una tercera, con la voz teñida de misterio—. Que era especial, diferente. Y que por eso su madre tuvo que alejarlo, para protegerlo de las miradas de todos.

Gemma, a cierta distancia, sintió una punzada en el pecho. La historia le resultaba extrañamente familiar, y aunque era solo un rumor, algo en las palabras de aquellas mujeres resonaba en ella. ¿Sería posible que el hijo que mencionaban fuera alguien como los suyos? La idea le pareció inverosímil, pero no pudo evitar quedarse escuchando, preguntándose si esas historias del pasado también serían un reflejo de su propio presente.

Gemma siguió su camino, recorriendo las calles del pueblo con cierta cautela. Su paso la llevó hasta una tienda peculiar, con un letrero gastado que apenas dejaba leer el nombre. Dentro, el aroma a incienso y hierbas la envolvió, y se encontró rodeada de una variedad de talismanes, piedras y cuarzos, todos cuidadosamente dispuestos en estantes de madera.

Observó las piezas en silencio, sintiéndose atraída por las diferentes formas y colores: talismanes en espiral, piedras talladas en forma de hojas y cuarzos translúcidos que brillaban tenuemente bajo la luz de las velas. Mientras alargaba una mano para inspeccionar uno de ellos, una voz suave la sacó de sus pensamientos.

—Veo que te interesa el cuarzo blanco —dijo un chico, acercándose con una sonrisa amistosa—. Es conocido por purificar la energía y aportar claridad.

Gemma levantó la vista, sorprendida. El joven parecía de su misma edad, con ojos atentos y una expresión tranquila que la hizo bajar un poco la guardia.

—Me llamo Elliot —se presentó, extendiendo una mano en señal de saludo—. Y soy el encargado de la tienda cuando mi abuelo no está. Me gusta contar la historia detrás de cada talismán y piedra… como esta, que se dice que ayuda a la conexión espiritual —añadió, señalando una amatista cercana.

Gemma estrechó su mano y lo escuchó con interés. Elliot le habló sobre los distintos tipos de cuarzos y talismanes, explicando que algunos eran usados desde tiempos antiguos para proteger contra espíritus, mientras que otros ayudaban a fortalecer la paz interior o mejorar la conexión con el mundo natural.

—Cada uno tiene un propósito y una historia —dijo Elliot, con la mirada fija en una piedra azulada—. Mi abuelo siempre dice que el verdadero poder de un talismán viene del significado que le damos, más que de la piedra en sí.

Gemma asintió, sintiéndose momentáneamente relajada en la compañía de alguien que parecía comprender la importancia de esas conexiones invisibles.

Gemma suspiró y miró los talismanes frente a ella, como si cada uno tuviera una promesa de protección. Sin quitar la vista de una pequeña piedra de ónix tallada, habló con suavidad.

—Estaba pensando en algo que pudiera proteger a mis hijos —dijo, con una calidez en la voz que sorprendió incluso a ella misma.

Elliot la observó con los ojos ligeramente abiertos, un atisbo de asombro en su expresión. Sus cejas se alzaron, y, con una leve sonrisa que intentaba disimular su sorpresa, murmuró:

—¿Hijos?

Gemma sonrió al captar su reacción. Sabía que a primera vista no parecía más que una chica de unos 17 años, y la idea de imaginarla como madre podía sonar extraña para cualquiera.

—Son niños que adopté —explicó con tranquilidad, encontrando la mirada de Elliot—. No son mis hijos de sangre, pero… —su voz se suavizó mientras miraba nuevamente los talismanes— son mi familia. Y quiero asegurarme de que estén protegidos, sin importar a dónde vayamos.

Elliot asintió, ahora con una expresión de respeto. Parecía entender el peso detrás de esas palabras, y su sorpresa inicial se transformó en una mezcla de admiración y curiosidad.

—Entonces, creo que podemos encontrar algo adecuado para ellos —respondió, mientras buscaba en una caja bajo el mostrador—. Hay amuletos que ofrecen protección colectiva, algo que podrían compartir contigo.

Gemma lo miró con una leve sonrisa, agradecida, mientras él sacaba un talismán de madera tallada, envuelto en hilos rojos y negros.

Gemma tomó el talismán en sus manos, admirando el detalle de la madera tallada y los hilos que parecían entrelazarse como una red de protección. Pero, tras un instante, su expresión se tornó seria y lo dejó cuidadosamente sobre el mostrador.

—No tengo con qué pagarlo… —admitió con cierta incomodidad, bajando la mirada—. Solo estoy de paso y, bueno, mi prioridad es asegurarme de que a los niños no les falte nada.

Elliot la miró en silencio, y luego soltó una risa suave que hizo eco en el ambiente tranquilo de la tienda.




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