Gemma estaba a punto de emprender el camino hacia la montaña, su mirada fija en la cumbre donde sabía que sus hijos y amigos la necesitaban. Sin embargo, una voz detrás de ella la detuvo.
—¿Vas a subir a la montaña ahora? —preguntó Elliot, acercándose con una expresión preocupada—. Ya es muy tarde, Gemma. Las sombras se alargan, y esos senderos no son seguros al caer la noche.
Gemma se volvió hacia él, sus ojos reflejando una mezcla de determinación y prisa.
—Lo sé, pero tengo que ir por mis hijos —dijo, su voz suave pero firme—. No puedo dejarlos allá arriba sin saber si están bien.
Elliot suspiró y extendió una mano, como si quisiera alcanzarla antes de que desapareciera entre los árboles.
—Gemma, esa montaña está llena de peligros. Conozco historias... espíritus y criaturas que no tienen buenas intenciones. Podrías perderte, o algo peor.
Ella esbozó una pequeña sonrisa, agradeciendo su preocupación, pero la llama de su decisión no se apagaba.
—Lo entiendo, Elliot, y agradezco que te preocupes. Pero ellos me necesitan. No soy solo su madre; soy su protección y guía —dijo con suavidad, pero su voz resonaba con fuerza.
Elliot intentó una vez más, con el tono suplicante de quien sabe que no logrará convencer a alguien pero siente la obligación de intentarlo de todas formas.
—Gemma, no tienes que ir sola. Si te esperas al amanecer, puedo acompañarte o incluso reunir a otros para ayudarte. Solo… no vayas ahora, no cuando está tan oscuro.
Gemma negó con la cabeza, tomando una respiración profunda.
—No puedo esperar. Cada minuto cuenta cuando se trata de ellos. Gracias, Elliot, de verdad, pero debo irme —dijo antes de girarse hacia el sendero.
Elliot la observó mientras se alejaba, una mezcla de admiración y preocupación en su mirada. Sabía que nada detendría a Gemma en su misión de proteger a los que amaba, y aunque sus intentos habían sido en vano, no pudo evitar respetarla aún más.
Mientras Gemma avanzaba por el sendero en la montaña, su corazón latía con fuerza, cada paso acompañado por un creciente nudo en el estómago. La brisa helada que soplaba entre los árboles no podía apaciguar la inquietud que sentía en su interior. Tras una larga y ardua caminata, llegó al claro donde habían encontrado refugio.
El lugar parecía desolado, y la oscuridad comenzaba a engullirlo. Gemma se detuvo, su mirada recorriendo el área con frenesí. La fogata que habían encendido aún humeaba débilmente, pero no había señales de sus hijos. Su aliento se volvió más rápido, y una sensación de desesperación se apoderó de ella.
—¿Dónde están? —murmuró, apenas audible, mientras su voz temblaba con la angustia.
Ella avanzó hacia el refugio, pero el vacío de la escena la invadió. Recordó las risas de los niños, los pequeños juegos y las historias contadas a la luz del fuego. Ahora, solo quedaba silencio y un frío inquietante. Gemma sintió que el pánico empezaba a apoderarse de ella.
—¡Chicos! —gritó, su voz resonando en la montaña—. ¡Lua! ¡Diaval! ¡Kira!
No hubo respuesta. La falta de eco amplificó su temor. Se acercó más al refugio, revisando cada rincón en busca de alguna pista que pudiera indicar qué había pasado. Su mente se llenaba de imágenes aterradoras. ¿Qué había sucedido? ¿Los habían encontrado?
Con cada segundo que pasaba, su ansiedad crecía. Los niños habían dependido de su protección, y ahora ella se sentía completamente impotente. La montaña, antes un símbolo de aventura y esperanza, se había transformado en un laberinto de incertidumbre y miedo.
—No, no, no… —murmuró para sí misma, mientras sus manos temblaban y su respiración se aceleraba—. Tienen que estar bien.
Sin más tiempo que perder, Gemma decidió que debía actuar. No podía permitir que la desesperación la consumiera. Tenía que seguir buscando, tenía que encontrar pistas que la condujeran a ellos. Con determinación renovada, se adentró más en la montaña, sus sentidos alertas ante cualquier sonido que pudiera indicar la presencia de sus hijos.
Danae avanzaba sigilosamente entre los árboles, sus ojos fijos en la cabaña donde habían deducido que Kira estaba cautivo. Su postura era la de una cazadora lista para atacar, y en sus manos tenía el arma preparada, los dedos firmemente posicionados en el gatillo. La preocupación por su hermano, mezclada con la tensión de la situación, la impulsaba a actuar rápido.
Sin embargo, cuando estaba a punto de salir de su escondite, una mano firme la sujetó del hombro. Danae se giró, encontrándose con el serio y vigilante rostro de Howard. Él sacudió la cabeza con una expresión severa, indicándole que no era el momento.
—No puedes entrar así, —le dijo Howard en un susurro firme—. Si entras de golpe, solo vas a poner a Kira en más peligro.
Danae le lanzó una mirada desafiante, sintiendo la frustración arder en su pecho. Era su hermano quien estaba atrapado ahí dentro, y la idea de esperar le resultaba intolerable. Pero Howard no apartaba la vista de ella, su rostro demostrando una mezcla de dureza y algo que casi parecía… protección.
—Solo… escúchame por una vez —insistió él, bajando su tono—. Conozco a tipos como este cazador. Si entras sin un plan, te arriesgas a perder más de lo que ganarías.
Danae respiró profundamente, tratando de aplacar la furia que bullía dentro de ella. Finalmente, cedió y asintió, aunque su mandíbula seguía apretada. Sabía que Howard tenía razón, pero eso no hacía que la espera fuera menos amarga.
Desde su posición entre los árboles, Zane observaba cómo Howard y Danae discutían en voz baja, y un pensamiento audaz comenzó a tomar forma en su mente. Sin decir nada a los demás, aprovechó la distracción y se escabulló sin que nadie lo notara.
Deslizándose como una sombra, avanzó en dirección a la cabaña. Su respiración era silenciosa, sus pasos ligeros sobre el suelo nevado. Con cada metro que se acercaba, su corazón latía más rápido, pero no por miedo, sino por la emoción de intentar algo por su cuenta. Sabía que no era el más fuerte ni el más valiente, pero esta vez, iba a demostrar que podía hacer algo útil.