Dentro de la penumbra de la cueva, el niño de cabello blanco y ojos amarillos se sentaba cerca de una pequeña fogata que apenas lograba calentar el ambiente. A su lado, un majestuoso búho nival lo observaba con atención, moviendo la cabeza de un lado a otro como si entendiera cada palabra que él decía.
—Tal vez ya estoy loco... —murmuró el niño mientras lanzaba un trozo de madera al fuego. Su voz resonó contra las paredes de piedra, acompañada por el crepitar de las llamas. Miró al búho, buscando alguna respuesta. Por alguna razón, el ave parecía más viva que cualquier persona que había conocido en el pueblo.
El búho inclinó la cabeza, sus ojos brillaban con un destello dorado que hacía eco del color de los del niño.
—¿Qué opinas tú? —preguntó con un suspiro, como si esperara que el animal le respondiera. Luego se rió, un sonido áspero y seco que hizo eco en la cueva—. Claro, porque los búhos hablan, ¿verdad?
El silencio volvió a envolverlo, pero esta vez fue más pesado. El niño tomó aire y abrazó sus rodillas, sintiendo que la soledad le apretaba el pecho. No sabía cuánto tiempo llevaba escondido allí, pero las horas y los días se mezclaban como un sueño interminable. Solo sabía que no podía volver al pueblo. Allí lo odiaban.
—Es curioso —continuó, hablándole al búho como si fuera su único amigo—. Antes pensaba que la soledad era una elección, que podía encontrar la paz estando lejos de todos... Pero ahora no estoy tan seguro.
El búho parpadeó lentamente y abrió sus alas con elegancia antes de cerrarlas otra vez, como si quisiera decir algo sin palabras.
—¿Crees que alguien me extrañe? —El niño se mordió el labio, sus ojos dorados fijos en las brasas del fuego—. Ni siquiera sé si alguien se dio cuenta de que ya no estoy allí.
El búho emitió un suave ulular, un sonido reconfortante que llenó el espacio vacío de la cueva. El niño alzó la mirada, sorprendido por el extraño alivio que sintió al oírlo.
—Quizás tú eres mi única compañía ahora —murmuró, acercándose al ave. Alargó una mano temblorosa, y el búho no retrocedió cuando los dedos del niño rozaron sus suaves plumas.
El niño esbozó una débil sonrisa, la primera en días. Pero justo cuando el alivio empezaba a calmar su mente, algo en la oscuridad de la cueva cambió. Un leve crujido, apenas perceptible, rompió la tranquilidad.
El niño se tensó, retirando la mano del búho mientras sus ojos se ajustaban a la penumbra. El búho también se irguió, sus ojos dorados centelleando mientras giraba la cabeza hacia la entrada de la cueva.
—¿Quién anda ahí? —preguntó el niño, su voz quebrándose ligeramente.
La única respuesta fue el sonido de pasos cautelosos que se acercaban.
Los pasos resonaron cada vez más cerca, y el búho nival desplegó sus alas en un movimiento instintivo, manteniendo la mirada fija hacia la entrada de la cueva. Zane se puso de pie rápidamente, su cuerpo delgado tensándose como un resorte mientras escudriñaba la oscuridad.
De pronto, una pequeña figura peluda emergió entre las sombras, iluminada por la tenue luz de la fogata. Un mapache. Su hocico húmedo olfateaba el aire, y sus pequeños ojos brillaban con una inteligencia casi humana.
—¿Un mapache? —murmuró Zane, relajando un poco los hombros.
Sin embargo, algo en el comportamiento del animal no cuadraba. El mapache se irguió sobre sus patas traseras, ladeando la cabeza de una manera inquietantemente familiar. Entonces, abrió la boca... y rió.
Una risa clara y burlona resonó en la cueva, rompiendo el silencio como un cristal hecho añicos. Antes de que Zane pudiera reaccionar, el mapache dio un ágil salto hacia adelante y, en el aire, su cuerpo comenzó a cambiar. Su forma se alargó, su pelaje se desvaneció, y en cuestión de segundos, un muchacho de cabello alborotado y sonrisa traviesa se encontraba frente a él.
—¡Boo! —exclamó el joven, dando un paso hacia Zane con los brazos abiertos como si esperara asustarlo.
Zane apenas pestañeó.
—Prolo —dijo con cansancio, bajando los hombros—. Sabía que eras tú.
—¿Cómo que "sabías"? —Prolo frunció el ceño, cruzando los brazos en un gesto exagerado—. ¡Ni siquiera te sorprendiste! Eres más aburrido de lo que recordaba.
El búho nival ululó suavemente, sus ojos todavía fijos en Prolo, como si lo estuviera evaluando.
Zane suspiró y volvió a sentarse junto al fuego.
—¿Qué quieres?
—¡Eh! Esa no es manera de recibir a un viejo amigo. —Prolo se dejó caer al suelo frente a él, con las piernas cruzadas, su sonrisa burlona nunca desapareciendo—. Solo vine a ver cómo estabas, Zane. Últimamente pareces un ermitaño loco hablando con tu pajarito.
Zane apretó los dientes y desvió la mirada hacia el fuego.
—Me molestas.
—Gracias por ser tan claro. —Prolo se recostó sobre un brazo, fingiendo estar ofendido—. Pero, en serio, ¿qué haces aquí solo? ¿Qué pasó con el gran Zane, el niño que todos temen?
—Ya no soy "el gran Zane". —El tono del muchacho era cortante, pero su mirada reflejaba algo más profundo: cansancio, frustración, tal vez incluso dolor.
Prolo lo miró en silencio por un momento, su sonrisa perdiendo algo de su habitual malicia.
—Oh, vamos, no puedes rendirte tan fácil. —Se inclinó hacia adelante, apoyando los codos en las rodillas—. La vida en el pueblo no es nada divertida sin alguien como tú para... bueno, mantener las cosas interesantes.
Zane no respondió. El búho emitió un ulular más fuerte esta vez, como si quisiera que Prolo se callara.
—Ese búho tiene problemas contigo, amigo —bromeó Prolo, señalando al ave con un gesto teatral—. Pero no me importa. Me quedo aquí un rato. Es demasiado aburrido allá afuera.
Zane cerró los ojos, apretando los puños en su regazo.
—Haz lo que quieras —murmuró finalmente—. Pero no esperes que te dé conversación.
Prolo solo rió, acomodándose junto al fuego como si hubiera sido invitado. Zane sabía que no sería tan fácil deshacerse de él.