Escape de la cacería

Grecia

En la cálida región de Grecia, donde el sol parecía abrazar cada rincón con su luz dorada, Gemma estaba concentrada en levantar una nueva casa en el árbol. Las ramas gruesas y retorcidas de un viejo olivo formaban una base perfecta para su construcción, y el canto de las cigarras llenaba el aire mientras trabajaban.

—¿Seguro que no quieres algo más... discreto? —preguntó Dánae, con su cabello naranja corto pegado a su frente por el sudor. Estaba de pie sobre una rama más baja, sosteniendo una tabla de madera mientras miraba a Gemma con una ceja levantada—. Esto va a ser bastante visible.

Gemma, quien estaba en lo alto del árbol, clavando con cuidado una viga, sonrió con confianza.

—¿Y por qué debería ser discreto? —replicó, deteniéndose un momento para secarse la frente con el dorso de la mano—. Esta casa será nuestro refugio, nuestro hogar. No tiene que esconderse.

—Fácil para ti decirlo —interrumpió Lua desde el suelo, donde estaba serruchando otra tabla con precisión—. Si alguien viene a buscar problemas, tú puedes volar lejos. Nosotras no.

Gemma bajó la mirada hacia Lua, sus ojos brillando con una mezcla de compasión y determinación.

—Por eso quiero que sea resistente, no solo hermoso. Si alguien viene, no tendrán oportunidad de entrar.

Lua resopló, pero no discutió más. Su cabello negro se movió con la brisa cálida mientras terminaba de serruchar y levantaba la tabla hacia Dánae.

—Aquí tienes. Intenta no caer esta vez, ¿sí?

—¡Oye! —Dánae bufó, pero tomó la tabla con cuidado antes de subir un par de ramas más para entregársela a Gemma—. Eso fue un accidente, y fue culpa de esta madera resbaladiza.

—Claro, lo que digas —bromeó Lua, pero su tono era ligero, sin intención de ofender.

Gemma, mientras tanto, siguió trabajando con concentración, fijando la tabla en su lugar. A pesar de las bromas entre las otras dos, sentía una calidez en el aire, no solo del clima, sino de su compañía. Desde que había escapado de su pasado, nunca se había sentido tan cerca de tener algo parecido a una familia.

—¿Cuánto más falta? —preguntó Dánae, sentándose sobre una rama y balanceando las piernas, claramente agotada.

—Solo un poco más —respondió Gemma con una sonrisa—. Pero si estás cansada, puedes tomar un descanso.

—¡No! —protestó Dánae rápidamente, cruzándose de brazos—. No voy a ser la primera en rendirme.

Lua rió suavemente desde abajo, sacudiendo la cabeza.

—Está bien, valiente. Pero si caes otra vez, no pienso atraparte.

Gemma no pudo evitar reírse también mientras seguía trabajando. Las bromas y el calor humano de Dánae y Lua hacían que el trabajo pesado pareciera más llevadero. Miró hacia el cielo despejado por un momento, agradecida por este respiro en su vida.

Pronto, la casa en el árbol sería un refugio para todas ellas, un símbolo de algo nuevo y sólido, construido no solo con madera y clavos, sino con el esfuerzo compartido de un grupo que, aunque disparejo, empezaba a sentirse como un equipo.

Mientras tanto, en el pueblo cercano, Kira y Diaval se movían entre las sombras, evitando ser vistos por los aldeanos que paseaban despreocupados por las calles adoquinadas. La calidez del sol estaba comenzando a ceder ante la caída de la tarde, pero aún quedaba algo de bullicio en el mercado.

Diaval, siempre ágil y sigiloso, se deslizaba entre los puestos de frutas y verduras, con la mirada fija en las canastas llenas de lo que necesitaban. Sus ojos, de un color oscuro casi negro, brillaban con la emoción del robo. Con una rapidez casi inhumana, tomaba lo que podía, metiéndolo en un saco oculto bajo su capa, sin hacer ruido.

Kira, por otro lado, se movía más lentamente, casi como si estuviera paseando. Sus cabellos rubio grisáceo brillaban bajo la luz cálida del atardecer, y aunque su expresión era concentrada, su mente parecía estar en otro lugar. Mientras Diaval llenaba su saco, Kira se acercaba a los puestos de pan, mirando cuidadosamente los productos que más le apetecían. Se detenía frente a las piezas más llamativas, las que brillaban con más color o tenían un aroma más tentador.

—¿Estás en esto o qué? —le dijo Diaval en voz baja, mientras veía a Kira examinar un pan de frutas con un brillo de codicia en los ojos.

Kira se encogió de hombros, sonriendo de lado.

—¿Qué quieres que haga? Esto tiene buena pinta. —Tomó el pan, lo olió con satisfacción y luego lo metió en su bolsa. Después, se acercó a otro puesto de telas y comenzó a acariciar las telas más finas, como si fueran tesoros, deteniéndose en una pieza de seda azul que brillaba bajo el sol poniente—. Esto me quedaría bien, ¿verdad?

Diaval resopló, mirando alrededor, nervioso.

—Kira, ¡no estamos aquí para robar ropa! Si nos ven, será un problema.

Kira levantó una ceja, sin apartar la vista de la tela que había tomado.

—Lo que tú digas, Diaval. Pero esta tela... tiene un aire elegante. No me dirás que no me quedaría bien con ella.

Diaval, que ya tenía su saco bastante lleno de comida, se acercó rápidamente, mirando de reojo a los aldeanos que comenzaban a notar que algo no estaba bien.

—¡Vamos! No tenemos tiempo para tus “muestras de estilo”.

Kira soltó un pequeño suspiro, pero dejó la tela y miró hacia un puesto cercano, donde una cesta de manzanas brillaba tentadora. Se acercó de nuevo, con más interés en la comida que en cualquier otra cosa. Tomó una manzana roja y brillante, la giró entre sus manos como si evaluara su calidad y luego la metió en su bolsa, finalmente con una expresión satisfecha.

—Listo, ahora sí podemos irnos.

Diaval no pudo evitar sonreír ante la actitud despreocupada de Kira. A pesar de que sus métodos no eran los más discretos, el niño siempre lograba conseguir lo que quería, sin importar las consecuencias.

—Eres un caso, Kira. Vamos, antes de que alguien note que falta más de lo que deberían.




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