Escarlata Rebelde

29.Diana

Ya es mediodía cuando nos reunimos en el Pony Brincador para comer y ponernos al día con nuestras averiguaciones. Queda claro que, tanto respecto al documento cifrado como a Beren, lo único que podemos hacer es esperar noticias. Les propongo a mis amigas dirigirnos hacia la mansión de Tobías Licorambarino, tal y como me sugirió la dama Lidia, y tratar de ayudarle con el asunto de su hijo.

Llegamos a la mansión, situada en pleno barrio noble, a los pies del palacio real, a media tarde. Antes de entrar en el recinto, Lyra nos explica que la familia Licorambarino es una familia noble con muchos años de tradición en la ciudad. Al parecer, son muy conocidos tanto por sus viñas como por su bodega, donde elaboran su famoso vino espumoso. Mis amigas no pueden evitar escandalizarse cuando les aseguro que nunca lo he probado. Si conozco bien a Lyra, puedo imaginar que no va a tardar mucho en remediarlo.

La mansión, de sólida construcción, parece haber sido diseñada para un uso práctico más que como una ostentación de su riqueza. Unos jardines bien cuidados y algunos huertos repletos de viñas rodean el edificio, haciéndonos olvidar por un momento que nos encontramos en pleno corazón de Erat. Para nuestra sorpresa, los terrenos de la propiedad no están rodeados por ningún muro, dejando la protección de la familia en manos de los innumerables guardias que los vigilan.

Apenas nos hemos adentrado veinte metros por el camino principal, somos abordadas por un par de guardias vestidos con uniforme y escudo de la casa Licorambarino.

—Buenas tardes, señoritas —nos saluda amablemente uno de los guardias.

Puedo ver, a través de su casco, cómo mira directamente a Lyra. Esta le lanza una sonrisa coqueta, mientras adopta una postura exageradamente ensayada, tanto como le permite ese ajustado conjunto rojo que se ha puesto. Ella le responde con voz impostada:

—Buenas tardes, oficial.

—¿Qué se les ofrece? —pregunta el otro guardia, igual de embobado que su compañero.

Me aclaro la garganta buscando su atención y puedo oír a Ceres reír por lo bajo. Es posible que no lleve un conjunto escandalosamente revelador, pero en cambio, visto con la túnica de clérigo de Pelor, y eso, merece respeto.

—Necesitamos hablar con el señor de la casa —les digo cuando parece que he captado su atención—. Venimos de parte del Templo.

Ambos guardias pasean la mirada de mí a mis compañeras. Está claro que somos un trío bastante peculiar, y el aspecto de mis compañeras hace poco creíble mis argumentos, a pesar de que sean verdad.

—¿Con qué fin? —pregunta el otro guardia.

—Nos envían para ayudar con el asunto de su hijo —le digo sin rodeos. Mejor no perder más el tiempo aquí.

Los dos guardias se miran sorprendidos, lo que me da la impresión de que o bien no saben nada, o bien no esperan que nadie más lo sepa. Finalmente, y tras sopesarlo unos segundos, uno de ellos nos dice:

—Está bien. Os escoltaré hasta la casa.

—Muchas gracias —les agradece Lyra con un guiño.

El guardia nos guía hasta la mansión y nos hace pasar hasta la recepción, donde nos pide amablemente que esperemos. El interior del edificio contrasta con la sobriedad del exterior en cuanto a decoración se refiere. Está claro que sus moradores se guardan el buen gusto para sí mismos. La sala donde estamos, de techos altos y bien iluminada por ventanales, está exquisitamente decorada. El suelo de mármol está cubierto por alfombras de intrincados diseños sobre las que descansan un conjunto de cómodos sofás donde pueden esperar la visitas. En las esquinas de la sala, sobre pedestales de piedra tallada se alzan cuatro jarrones de cerámica finamente acabados en blanco y oro que contienen unos preciosos arreglos florales que confieren un aroma a primavera por toda la estancia. Las paredes también están decoradas con todo tipo de cuadros, desde paisajes hasta retratos.

Mi atención se posa en un retrato en particular. Inmortalizados en él se puede ver una familia. El retrato muestra a un noble de unos treinta y cinco años, de mandíbula firme y cabello oscuro cuidadosamente peinado, vestido con una túnica borgoña con bordados dorados. A su lado, su esposa posa con elegancia contenida: una mujer de piel clara y ojos grises, con el cabello recogido en una trenza coronada por una fina diadema. Frente a ellos, los dos hijos: el mayor, de unos doce años, se mantiene erguido con una seriedad impropia de su edad, mientras que el menor, de nueve, adopta una pose más relajada, aunque sus ojos atentos delatan inteligencia y curiosidad.

Sigo contemplando el cuadro cuando la puerta por donde se ha marchado el guardia se vuelve a abrir y aparece lo que parece ser un mayordomo. Viste una levita negra, entallada y sin adornos superfluos, que le llega hasta las rodillas. Bajo ella, una camisa de lino blanco impecable con cuello alto y rígido, cerrada con un broche de plata con el escudo de la casa. Lleva guantes finos y unas botas altas pulidas, sin una sola mancha. Su cabello está cuidadosamente peinado hacia atrás y su bigote está recortado con meticulosidad.

—El señor las recibirá ahora— anuncia en tono neutro, con una leve inclinación de cabeza —¿Serian tan amables de decirme sus nombres?

—Mi nombre es Diana, vengo en nombre del templo de Pelor, y ellas son Lyra Rutkowsky y Ceres…— empiezo a dudar, dándome cuenta de que desconozco si mi amiga tiene apellido.




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