Escenas de la infancia de La curva de Reed

Capítulo dos. El arcoíris en la noche

Con los párpados cerrados para no desbordar sus lágrimas contuvo la respiración, mientras iba tragando el llanto y su boca apretaba sus labios conteniendo el sonidito de su desolación.

«Nunca estés triste… no lo estés, piensa en algo que te haga feliz», pronunció en su cabeza buscando ayuda al traer las palabras de su madre, pero no conseguía siquiera curvar su boca para fingir.

—En unos minutos le traerán sus cosas —comentó la mujer como si no fuera evidente que ese niñito lloraba desconsolado frente a ella—, le recomiendo que se asee y se vista con la ropa adecuada que le asignó su abuela. Debe estar presentable para cuando llegue.

Pero los oídos de Reed zumbaron por su propio tormento, su cuerpecito continuó balanceándose, solo en el mismo sitio dándole la espalda a la figura amargada, agradeciendo que de inmediato oyó la puerta cerrarse.

Él jamás pensó en la injusticia de la muerte, su madre se lo había contado desde la primera vez que fue consciente que debían correr al hospital por ella, sin embargo, lo que lo aterraba desde su alma, era perder la felicidad, ese mundo hermoso creado por Lais, donde tenía el privilegio de reír tan fuerte como quisiera.

Allí todo era gris… allí todo era silencio… allí no había una pizca de felicidad y Reed se lo había prometido…

«No te preocupes, mamá… sonreiré siempre y seré feliz».

Lo trajo a su memoria y aun con los ojitos empapados su boca intentó crear una línea hacia arriba para reafirmar su promesa, se fue irguiendo cuando la brisa suave de la noche de ese verano triste le arrulló el cabello y se llenó la mirada de la luz de esa luna que lo atrajo por la ventana.

¿Cómo lo haría?

¿Cómo se hace para cumplir una promesa cuando no hay nada que te ayude?

¿A quién te aferras?

¿De la sonrisa de quién te alimentas para ser feliz?

No obstante, la respuesta fue la música suave e infantil de una voz que reía a carcajadas, desde lejos, desde detrás del muro, envolviéndole los sentidos hasta que diluyó la amargura acorralado por la curiosidad. Reed buscó, bajó su rostro con desesperación mientras las carcajadas aniñadas y llenas de vida lo contagiaban, pero jamás estuvo preparado para enfocar el azul enlagunado de sus ojos en dos faros relucientes de diversión.

El mundo no se detiene cuando tienes ocho años, la respiración no se entrecorta, no se es consciente de la dopamina que el cerebro genera y mucho menos, que tu boca imita la curva de quien te sonríe.

Porque era un niño… solo un pequeño que se perdió en el brillo rojizo de un cabello despeinado, de un rostro lleno de pecas, rozagante y arrebolado de tanto correr junto al muro, mientras buscaba que el viento eleve su cometa. Reed pestañeó, lo hizo varias veces creyendo que esa pequeña agitada no se dirigía a él, con la sonrisa amplia, su mano elevada sacudiéndose enérgica y el «¡¡HOLA!!», a todo pulmón que lo acarició con ternura… como nadie lo había hecho ese trágico día.

No obstante, la lengua de Reed se entumió, siendo un niño robusto para su edad, su cuerpo no respondió, su mano no devolvió el saludo, pero sus ojos… sus ojos se estancaron en la eternidad de esa sensación bonita y mística, que la hermosa sonrisa en curva de esa niña le regaló.

—Tu madre tenía la misma costumbre… —Oyó en el mismo momento que los pliegues de aquella ventana se cerraron con fuerzas, quitándole la visión que le dio un bálsamo a su tristeza. Reed bajó su rodilla del alféizar y retrocedió, contemplando a la mujer que había hablado y terminaba de cerrar esa ventana como si fuera un pecado mirar a través de ella—, mi nombre es Aurora Kingsley, y la primera regla que deberás aprender, es que no tienes permitido ningún acercamiento con las personas del otro lado del muro.

—E... e… eran... —Se le enredó la lengua mientras los golpeteos en su pecho le impedían respirar, los nervios al ver la majestuosidad de esa mujer que se parecía a una reina, lo dejaron sin habla, pero la tartamudez se vio potenciada por la imagen de esa niña que, sin conocerlo, solo le sonrió como si lo esperara allí en la ventana—, ni… ni… niños.

La mirada aguzada de esa mujer y su porte altivo lo asustó aún más, hasta que una sonrisa extraña se dibujó en la boca de Aurora y viró su cabeza para escudriñarlo con cuidado.

—¿Tienes problemas en el habla?

—No, señora… —respondió Reed de inmediato intentando aplacar los nervios que aún lo recorrían.

No, claro que no tenía ningún problema, era la primera vez que le había sucedido y no comprendía por qué le había pasado.

—Tienes actitud… —exclamó con los mismos ojos azules que él y su madre—, tienes la sangre escocesa de tu abuelo, serás un perfecto Kingsley.

—Mi apellido es Savoy… —contestó Reed y aunque su voz aún no tenía la fuerza que necesitaba, algo lo impulsó a defenderse.

—Ya no lo es —manifestó Aurora y lo contempló soberbia como si ese niño no fuera su nieto, sino una gran adquisición—, desde esta noche eres Reed Kingsley, así que vete olvidando de ser parte de ese grupo de revoltosos. Los muros existen por algo…

El ceño de Reed se frunció, sus manitos se hicieron puño, pero de inmediato, el destello severo e imponente de la mirada de Aurora lo debilitó.

—Pronto aprenderás quién eres y lo que nuestro apellido significa… —murmuró su abuela, pero Reed era demasiado inteligente y la realidad fue clara—, ahora cámbiate esa ropa y baja a cenar. Es hora de reeducarte para el mundo que mereces.

Pero apenas la puerta de esa habitación se cerró, aquel niño corrió a la ventana y abrió con suavidad espiando con sigilo, para volver a llenarse de esa felicidad que cada segundo amenazaba con extinguirse, sin embargo, apenas divisó los niños del otro lado del muro, el cabello rojizo brillante, junto a las mejillas arreboladas volvieron a saludarlo.

Ella elevó su manito y la agitó… como quien saluda a una estrella…




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