MARLON
Un celular y una cámara.
Dos mochilas como equipaje.
Una guitarra y una cajetilla de cigarrillos.
Esto era todo lo que llevaba mientras caminaba por las calles de Lisboa en busca de algo interesante que hacer antes de dirigirme al puerto, y es que aún faltaba bastante para el embarque del crucero. Poco después de haber abandonado el aeropuerto, tenía algo de hambre y deseaba entrar en cualquier restaurante, pero también quería visitar algún lugar emblemático de la ciudad antes de marcharme, por lo que, cuando pedí alguna recomendación a una pareja que salía de una rústica cafetería, no dudé en aceptarla. No hablaban inglés, pero sabían español, por lo que pudimos comunicarnos.
Confié porque eran oriundos de Lisboa.
Portas do Sol.
Un mirador con terraza donde podría tomar algunas fotografías con la cámara que llevaba colgada del cuello y también disfrutar de un aperitivo. Algo perfecto para la ocasión. Me gustaba la fotografía por influencia de mi padre; en cada viaje que solíamos hacer, ambos buscábamos sitios específicos para lograr las mejores tomas de cada destino.
La fotografía inmortalizaba la vida.
En cambio, la música la traducía.
Esa era mi perspectiva.
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En lugar de tomar el tranvía, la manera más rápida de llegar al mirador, elegí caminar por el laberinto empinado de estrechas callejuelas y calles adoquinadas que constituían el distrito de Alfama. Aún tenía bastante tiempo para llegar al puerto, así que podía ir sin prisa; por otra parte, me gustaba descubrir al máximo cada nueva ciudad que conocía. Así fue como, después de una caminata larga y liberadora, me encontré en el lugar que la pareja me había recomendado como uno de los más icónicos y hermosos de la capital.
Y no se equivocaban.
El mirador era fantástico, con cierta magia y misterio, y no solo por el romántico horizonte (la vista abarcaba las casas blancas, los tejados color carmesí y una parte del océano) que proporcionaba a los turistas, sino por todo lo que allí se podía percibir.
Paz y belleza.
Se podía respirar tal calma en aquel sitio que, cuando me senté en una de las mesas disponibles de la terraza para pedir un bocadillo y una bebida, me olvidé incluso de mi carencia interior. A mi alrededor, el murmullo de la ciudad actuaba como un sonido de fondo: grupos charlaban, parejas se besaban, jóvenes iban y venían perdidos en sus celulares; además, un hombre de edad avanzada tocaba una canción portuguesa con su guitarra. Podría haber contemplado aquel panorama durante horas.
En algún momento, alcé mi cámara para capturar aquella imagen perfecta desde el punto en el que me encontraba; sin embargo, mi enfoque se detuvo repentinamente cuando una particular joven se figuró a través del lente. Como una llama, algo se encendió.
Bajé la cámara y la observé a lo lejos.
De pie, apoyada en la baranda del asombroso mirador, estaba una chica vestida con vaqueros holgados, botines cafés y una blusa negra de manga larga; también, tenía puestos unos audífonos blancos de tipo casco y cargaba en su espalda una mochila similar a las de senderismo. No supe qué fue lo que despertó mi atención, pues solo era alguien más entre una muchedumbre que presenciaba el horizonte; pero... tenía algo distinto, un aura especial. No pude dejar de estudiarla.
Desde mi sitio, a unos diez metros de distancia, pude estudiar el perfil de su rostro y lo sumergida que parecía estar en sus pensamientos mientras contemplaba el paisaje de la ciudad en absoluta quietud. Era casi absurdo, pero algo distinto la rodeaba y la hacía destacar de entre la multitud, como si fuera el centro de gravedad. Sin saberlo, capturó mi interés de forma instantánea.
Fue tan natural como el nacimiento del alba.
Tal vez... se debía a su belleza de evidente procedencia asiática, la intensa oscuridad de su cabello corto y liso que le llegaba por encima de los hombros, su brillante piel nívea, el misterio y el aura de magnetismo que desprendía su sencilla presencia. La chica lucía tan concentrada en su propio mundo y en la música que debía estar escuchando en sus audífonos que, en ningún instante, se percató de mi fijo escrutinio.
El viento, de repente, sopló con fuerza.
Sus cabellos se despeinaron en su rostro, aunque no se movió ni un ápice, ni siquiera para apartar los mechones rebeldes de sus mejillas. Se mantuvo congelada, apoyada con los antebrazos en la baranda. Y sé que no podría haberlo sabido de ninguna manera, pero sentí que ella debía estar sintiendo exactamente lo mismo que yo.
La paz de este lugar.
Y lo mucho que eso reconfortaba.
¿Debería hablarle?
La idea se cruzó por mi mente como un rayo.
Y es que nunca volvería a verla.
Así que, al menos... debería saber su nombre.
Lo que estaba pensando no tenía ningún sentido, lo sabía. No obstante, no podía evitarlo y tampoco resistirlo, por lo que, de manera torpe, tomé todo lo que llevaba conmigo y me levanté de la mesa; y luego de titubear por un breve instante, empecé a caminar hacia ella. Era un extraño y no quería asustarla, pero tenía que llamar su atención de alguna manera, ya que se encontraba con audífonos.