MARLON
Tal vez había sido un error.
Aun así, no pude evitarlo.
Por alguna razón, los pensamientos sobre el episodio más desgarrador de mi vida no habían dejado de asaltarme después de aquella conversación que Leah y yo mantuvimos en la terraza cuando contemplamos aquel mural. Y es que recordé el par de meses más oscuros de mi existencia, y me inundó el miedo de que Leah pudiera sentirse como alguna vez yo llegué a sentirme (en silencio, porque nadie lo supo, ni siquiera mis padres).
Fue algo en sus ojos.
Un brillo de tristeza peculiar que solía habitar en el reflejo de los míos cuando estaba convencido de que no había más razón para seguir con vida después de la muerte de Michael. Cuando todo lo que podía pensar era: ¿por qué él y yo no?
—Es algo extraño y un poco impresionante, ¿no lo crees? —la voz de Leah me sacó de mis adentros—. Pensar que, en otro siglo, este mismo lugar fue testigo de terribles sucesos, y ahora... es una simple atracción turística.
El Castillo San Felipe del Morro se alzaba ante nosotros como una impresionante fortificación española del siglo dieciséis, con sus túneles, muros, paredes, cañones y faro, aún intactos. Tardó más de doscientos años en ser construido por completo en la entrada de la bahía de San Juan, un sitio estratégico de defensa contra múltiples ataques que llegaban por vía marítima en distintas épocas de la historia. Aquellos eran datos que hacían de sus vestigios algo majestuoso.
—Supongo que esto es parte de la existencia humana —reflexioné mientras caminábamos por el mismo césped donde alguna vez marcharon soldados de siglos pasados—. Nuestras vidas no son eternas, pero siempre es posible dejar una huella.
Leah suspiró.
No podía ver la expresión de su rostro debido al sombrero que lo cubría, pero percibí un ligero desasosiego a su alrededor. Fuera de nuestra burbuja, había una multitud: familias, parejas, niños que volaban sus cometas en el cielo despejado...
—Sí, tal vez sí —afirmó en apenas un susurro—. Pero, a decir verdad, cuando pienso sobre ello me da un poco de nostalgia y consuelo al mismo tiempo.
—¿Por qué?
Leah ralentizó el ritmo de sus pasos y yo me amoldé a ellos.
—Porque..., aunque a veces puedo sentir una sensación de eternidad en mi interior, me doy cuenta de que en realidad no somos más que un sueño fugaz a través del tiempo —aseguró antes de tomar una bocanada de aire y proseguir—. Tarde o temprano... todo será olvidado. Seremos olvidados.
De pronto, se detuvo por completo.
Yo no avancé más y ella prosiguió:
—Pero... siento consuelo porque ningún sufrimiento es eterno.
—Como tampoco ninguna dicha —añadí.
Leah se quitó el sombrero y, al instante, la brisa marítima del medio día despeinó su cabello en sus hombros. También, me di cuenta de que su atención se concentró en una pequeña niña rubia que ondeaba su cometa de papel a pocos metros de distancia de nosotros. Se veía feliz y radiante.
—Tienes razón —murmuró.
—¿Y no es ese el propósito? —cuestioné.
Me adelanté un paso para tomar una fotografía del panorama de las personas y niños que se divertían volando sus cometas de distintos colores frente a la entrada de la fortificación.
—Si lo vemos desde un punto personal, entonces diría que las personas pueden ser olvidadas, pero sus obras no. —Bajé la cámara y volteé sobre mi hombro para mirar a Leah—. Por eso, hagas lo que hagas, siempre hazlo con amor. Y tal vez aquello que hiciste perdure en las siguientes generaciones. Es la única manera de lograrlo.
Sus ojos verdes me observaron turbados.
—No te recordarán a ti, pero sí lo harán respecto a lo que contenía tu propia alma, con eso que entregaste para ayudar a los demás. Creo que ese es nuestro propósito universal, o debería serlo —medité.
—¿Y... para ti vale la pena el esfuerzo? —murmuró un poco contrariada. Parecía ser una conversación sin más; sin embargo, sabía que en su interior se estaba alimentando una reflexión mucho más profunda de lo que ella misma demostraba.
No tenía idea de cuál era su lucha personal.
Pero existía, y quería ayudarla de algún modo.
Aunque... no se lo dijera directamente.
—Es la razón por la que estamos vivos, Leah.
* * *
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