Ese maldito encanto tuyo

8

Esa noche, en su habitación, Nathaniel caminaba de un lado a otro cruzado de brazos. No sabía exactamente qué había esperado luego de ese beso en el salón, pero, ciertamente, se había sentido muy decepcionado cuando ella no bajó a cenar con él.

Tal vez, después de todo, el pudor y la culpa habían venido a ella. Ahora su estancia aquí sería muy incómoda, el uno huyendo del otro.

¿En qué había estado pensando?, se reprendía. Ella estaba casada, ¡casada! No había manera de deshacer eso. No importaba que ella lo hubiese pasado mal viviendo en la casa de ese hombre, no importaba cuán cruel fuera el trato que recibiera, ni el peligro que pasara su vida; ella le pertenecía a Douglas Henderson según todas las convenciones sociales.

Si acaso olvidara ese pequeño detalle del matrimonio y decidiera quedársela, entonces ella tendría que sufrir el estigma social por ser una mujer abiertamente adúltera. Nunca podría hacer una fiesta, una cena, no con personas respetables, y a su vez, nunca sería invitada a ellas… y ese era el menor de los daños que sufriría; su familia nunca la aceptaría, y si acaso naciera un hijo de esta unión, sería para siempre un bastardo que cargaría con más estigmas y rechazo social.

No sabía si Georgiana sería tan fuerte como para resistir ese trato por el resto de su vida, pero no era justo que su egoísmo la orillara a tal situación.

Se pasó la mano por la nuca haciendo un gesto de molestia por todo lo que estaba ocurriendo. Justo su deseo se enfocaba en una mujer tan problemática, no podía haberse fijado en una núbil joven de buena familia, con excelente procedencia, sin pasado, sin peros… No, él fue y se fijó precisamente en la menos indicada desde todo punto de vista.

Un llamado en la puerta detuvo momentáneamente sus pensamientos, y pensando que era el señor Blake dio el aval para entrar.

Se quedó de piedra cuando vio que era Georgiana. Lucía una simple bata blanca que le cubría el cuello y las muñecas, y tan larga que le llegaba a los pies; llevaba unas pantuflas, el cabello trenzado le caía a un lado, y lo miraba como si viniera a suplicarle perdón por un grave pecado cometido.

Ay, Dios. Ay, Dios.

La miró de pies a cabeza por largos instantes, y cuando ella quiso decir algo, él ya estaba a un palmo de distancia.

—Dime a qué viniste —le pidió él. Georgiana dio un paso atrás sintiéndose un poco asustada. Después de todo, él era grande y fuerte, y podía hacerle mucho daño si consideraba que estaba siendo demasiado atrevida.

Si acaso Nathaniel se ponía violento, ella, ya había comprobado, no tenía manera de defenderse.

Pero recordó que este no era Douglas, al que le encantaba mostrar la superioridad que tenía sobre ella, y constantemente hacía gala de su dominio como hombre. No. Nathaniel era diferente.

—Dime, Georgiana, ¿a qué viniste? —Ella siguió caminando hacia atrás hasta que su espalda dio contra la puerta, y entonces él le impidió moverse poniendo las manos a cada lado.

—Ah, yo… —se detuvo cuando lo sintió acercarse aún más. Sí, había sentido algo de miedo en un primer momento, después de todo, era lo que siempre había sucedido cuando estaba delante de su esposo, pero este se esfumó tan pronto como vino.

Lo sintió olfatear su cuello, como si disfrutara de su aroma y el alma se le fue calentando poco a poco, dándole la seguridad para mirarlo a los ojos.

—¿Está tan mal… que te ame? —preguntó con inocencia. Nathaniel frunció levemente el ceño ante tal pregunta.

¿Amarle?, se preguntó. ¿A qué tipo de amor se refería? ¿Al amor romántico? ¿Al amor sensual?

Guardó silencio, porque no tenía la respuesta en ninguno de los dos casos. Sin embargo, otra cuestión vino a su mente.

—¿Me amas? —ella se mordió los labios y miró a otro lado.

—No —contestó, pero estaba mintiendo. Nathaniel lo supo, y sonrió.

—¿Por qué me amas? ¿Porque te salvé y cuidé de ti? ¿Porque procuré un lugar seguro para tu recuperación?

—Ese sería un amor de agradecimiento… y aunque sí te estoy agradecida… te amo por mucho más que eso.

—Te escucho —siguió él sin alejarse de ella un solo centímetro. Al contrario, parecía fascinado por cada una de sus palabras.

Georgiana no se intimidó por esas palabras y el tono que implicaban un reto, como si creyera que ella no sería capaz de convencerlo.

No planeaba hacerlo, de todos modos. Amarlo era más un deleite para sí misma; siempre lo había sido.

—Me gusta verte… así sea de lejos. Mi corazón siente calma cuando sé que estás cerca. Me encanta escucharte, ya sea hablar, reír, o lo que sea… Me da… —ella se golpeó suavemente el pecho sin dejar de mirarlo fijamente —mucha alegría aquí… cuando me miras. Encontrarme de casualidad contigo en los pasillos… siempre ilumina mi día, como los rayos del sol tan escasos en invierno, pero tan esperados y necesitados. Yo… si logro tener una conversación contigo, guardo sonrisas para varios días. Sólo es recordar cualquier cosa que hayas dicho o hecho para volver a sentirme feliz… así que me he vuelto una coleccionista de tus momentos. Me gustas demasiado.

Nathaniel la miró impresionado. No imaginó nunca escuchar palabras así. Y parecían tan sinceras, tan reales…




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