Ese maldito encanto tuyo

11

Ya era tarde en la noche, y Nathaniel seguía despierto en su habitación, dando vueltas, dándole a Georgiana tiempo, más tiempo.

Pero pronto se hizo evidente que ella no iba a venir, y realmente, no quería invadirla yendo él a su recámara. ¿Para qué? Ella ya había decidido.

Se sentó en el diván y apoyó los brazos en sus rodillas sintiéndose muy decepcionado, y también un poco triste. Lo peor, es que no podía siquiera reprocharle, y mucho menos reclamarle, pues ella no tenía por qué ceder a sus demandas, mucho menos obedecer a sus deseos.

Se quedó totalmente quieto en el diván mirando la habitación a la escasa luz de la vela. ¿Y si ella lo había interpretado así? ¿Que él sólo estaba haciendo demandas que no le correspondían como una especie de pago por su estancia aquí?

—No —susurró poniéndose en pie, con el pecho retumbando por su alocado corazón.

Ella podía pensar de él que quería esto a cambio de mantenerla aquí, a salvo. Ya antes había pasado por esa situación, donde le sacaban en cara los gastos que ocasionaba.

Sin pensarlo más, salió de la habitación con una vela en la mano. No sabía qué iba a hacer, o qué diría. Se detuvo cuando pensó que esto, salir a buscarla a esta hora de la noche también podía malinterpretarse, así que se quedó totalmente quieto en medio del pasillo.

Tendría que hablar con ella mañana, o cuando pudiera verla, porque lo más probable ahora era que ella se encerrara en su habitación, o lo evitara con más vehemencia.

Tonto, se dijo. Tonto redomado.

—¿Nathaniel? —preguntó la suave voz de Georgiana. Él se giró a mirar, y la encontró en un rincón del pasillo. Había estado sentada en el suelo, en medio de la oscuridad, envuelta en un abrigo, y al verlo, se puso en pie.

—¿Qué haces aquí? —preguntó él andando hacia ella, dejando la vela a un lado y ayudándola a levantarse.

Georgiana se acomodó el abrigo, cerrando sus solapas y esquivando su mirada.

—¿Georgiana? —insistió él.

—¿Ibas hacia… mi habitación? —preguntó ella en vez de contestar. Nathaniel se encontró sin qué decir. Sí y no, era la respuesta, pero no dijo nada. —Yo… lamento haber tardado.

—Georgiana, no. No tienes que hacerlo si no quieres. Perdona mis demandas infundadas. No tienes que sentir que me debes algo o… no quiero que pienses de mí que sólo me aprovecho. Quiero decir… —Se estaba enredando en sus propias palabras, así que prefirió morderse la lengua y guardar silencio. Era increíble cómo podía perder la compostura ante ella.

Y no sólo la compostura; la delicadeza, la cordura, todo.

—No he pensado eso de ti —susurró ella, pero la mansión estaba tan silenciosa que se escuchó claramente. —No eres ese tipo de persona. —Nathaniel la miró muy quieto. No la estaba tocando, ni siquiera estaba tan cerca, pero podía sentirla, como si el alma de ambos estuviera expuesta y pudieran tocarse la una a la otra. —No es que no quisiera venir. Lo deseo —siguió ella. —Claro que lo deseo. Con todo mi ser. Pero… ¿qué va a ser de mí cuando esto termine? Estoy tan enamorada… que cuando me vaya, me va a doler el alma hasta la muerte. Estar contigo sólo agrava la herida que se me hará después en el corazón. Estoy anticipando desde ya… que voy a sufrir, y tengo miedo.

Nathaniel extendió una mano a ella dándose cuenta de que le pasaba lo mismo, pero la recogió antes de llegar a tocarla.

No había dejado de pensar en la situación de ella cuando se fuera, porque volvería a las manos de ese monstruo que era su esposo, y entonces ella estaría totalmente a su merced, en peligro.

Ese maldito, capaz de lastimar a alguien tan puro. Ese puerco, que había dañado tanto su mente como su cuerpo provocándole dolor de todas las maneras posibles.

En este momento, hacer caso a las palabras de Jacob y Sebastien no parecía tan inmoral.

—Quisiera poder prometerte que nunca te separarás de mí, Georgiana —dijo acercándose un paso a ella, y sus palabras la impresionaron.

Sonrió. Sólo con que pensara así, ya la hacía feliz. Con qué poco se conformaba, pensó sintiendo humedad en los ojos.

—Quisiera poder hacer que te quedes a mi lado, en mi casa, sin importar lo demás… —siguió él, y esta vez le tocó la mejilla. Ella lo miró a los ojos, que le brillaban a pesar de la oscuridad. —Pero hay algo que sí te puedo prometer. No importa qué suceda con nosotros luego de estos tres meses… Siempre voy a cuidar de ti. —Ella inspiró hondamente y sonrió con cierta tristeza. El corazón le bailaba en su pecho, contento, y algo melancólico.

Se acercó más a él cerrando el espacio entre los dos, y empinándose en sus pies, le besó los labios. Él recibió el beso quieto, muy quieto. Cerró los ojos y disfrutó del toque, y cuando terminó, siguió allí, incapaz de abrirlos.

Ella volvió a sonreír, esta vez con picardía, y caminó hacia la mesita donde Nathaniel había dejado la vela.

Él se giró buscándola, y la encontró mirándolo con las cejas alzadas.

—¿No vienes? —preguntó ella, y en unos pocos pasos estuvo al interior de su habitación.

Aturdido, se quedó allí un par de segundos, luego de los cuales, pareció espabilarse y la siguió.




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