Ese maldito encanto tuyo

17

—Es más que claro quién fue —bufó Sebastien dejándose caer pesadamente en un mueble de la habitación donde Jacob se recuperaba. Éste seguía con el hombro inmovilizado por las vendas, usando una gruesa bata de Nathaniel, recostado en la cama.

Al otro lado, Nathaniel permanecía de pie, recostado en una cómoda, con los brazos cruzados y mirando al suelo mientras pensaba profundamente.

Le habían relatado a Sebastien todo lo sucedido durante el ataque, y entre los tres, ataban cabos acerca del responsable, y proponían el paso a seguir.

—¿Quién? —preguntó Jacob. Sebastien sonrió de medio lado.

—Douglas Henderson —contestó Nathaniel antes que Sebastien sin moverse de su lugar. Parecía taciturno, molesto.

—Es evidente que no quiere pagar las treinta mil libras —sonrió Sebastien.

—Pero su esposa está aquí. Él debería pensar que tú puedes tomarla como rehén si hace algo que no te gusta.

—Georgiana Henderson no está aquí en calidad de rehén —aclaró Nathaniel. —Es mi invitada.

—Y no olvides que a él le gusta que esté aquí. Le conviene. Recuerda cuál es su propósito. La apuesta y los treinta mil no fueron más que una excusa para acercarse a Radcliffe.

Jacob frunció el ceño. No era un hombre con oídos delicados, y, ciertamente, la virtud de las damas no era un tema que le quitara el sueño. Pero había conocido a Georgiana, había tratado con ella, y no podía evitar sentirse algo molesto por el trato que se le daba. Su marido, pensaba, quien debía cuidarla más, la exponía a todo, incluso a ser el objeto de estas conversaciones.

No podía ser tonto y pensar que Nathaniel la había tratado con estricta caballerosidad. El aire entre ellos era íntimo, la mirada de ella era la de una mujer enamorada; lo había notado en estos cortos días hospedado aquí. Ella era gentil y lo cuidaba como si de un familiar se tratara, trayéndole las medicinas, velando porque comiera saludablemente y a horas. Por su parte, la expresión de Nathaniel era difícil de descifrar.

—Hace poco, Henderson envió una nota preguntando por el estado de Georgiana. Obviamente, quería saber si está embarazada.

—¿Y lo está? —preguntó Sebastien mirándolo de reojo. Nathaniel meneó la cabeza.

—He tomado medidas para evitarlo.

—¿Qué? —preguntó la voz de Georgiana desde la puerta, y los tres hombres se crisparon al oír su voz, enderezándose en sus puestos, y demostrando nerviosismo al no saber qué hacer con las manos.

Sebastien fue el primero en recomponerse. Se puso en pie y miró directamente a Georgiana.

—Saludos, reina.

—¿Hiciste algo para impedirme concebir, Nathaniel Radcliffe? —preguntó Georgiana ignorando a Sebastien y mirando a Nathaniel fijamente. A Nathaniel se le ensombreció el semblante. Apretó los labios y guardó silencio.

Georgiana miró entonces a Jacob con ojos inquisitivos, pero éste no le sostuvo la mirada, y luego miró al recién llegado, Sebastien, pero él sólo elevó una ceja.

—Te salvaba la vida —dijo.

La tranquilidad con que fueron dichas esas palabras rebosó la ira de Georgiana, que apretó los dientes y miró de nuevo a Nathaniel.

—¿Es así? —preguntó con voz sibilante, extrañamente baja.

Nathaniel se rascaba la nuca y se movía como si buscara algo que decir, pero que no encontrara palabras empeoraba para ella la situación. Había hecho algo que sabía que iba en contra de sus deseos, y lo había hecho a conciencia.

Sintió vergüenza, porque su intimidad estaba siendo expuesta entre tres hombres a sus espaldas. Sintió ira, porque habían jugado con su vida y su destino, sus deseos y anhelos, una vez más, pero esta vez era peor, porque la traición venía de parte del hombre que ella creyó sería el único que jamás la traicionaría.

Respiró hondo, dos, tres veces, mientras el silencio se prolongaba en la habitación. O tal vez era sólo un segundo que a ella se le hacía eterno; miró a la ayudante de cocina que arrastraba un carrito con aperitivos para el invitado y un desayuno para el enfermo. Lenia, que había escuchado el intercambio de palabras entre los señores, miraba hacia abajo, en silencio, muy pálida.

Todos sabían todo, comprendió Georgiana, y su vergüenza no hizo sino acentuarse. Sí, era natural que los criados se enteraran de las idas y venidas de los señores, pero no imaginó que su intimidad y su dignidad también fueran el tema de conversación entre los amigos de Nathaniel.

No dijo nada, sólo apretó los labios y salió de la habitación.

Los ojos se le humedecieron mientras avanzaba.

Y ahora, más allá de que su vida fuera ventilada de esta manera, estaba la verdadera cuestión; no estaba embarazada, ni iba a estarlo, porque Nathaniel había tomado medidas para impedirlo. Él no había tenido problemas para meterla en su cama, hacerla su mujer, gozar de su cuerpo; en cambio, sí que le era una molestia cumplirle el único deseo que ella tenía: un hijo.

Se sentía tan traicionada, tan molesta, tan herida.

Había sido usada, y lo peor, es que ella se lo había buscado.

Tal vez era demasiado para él darle su semilla. No el sexo, ni las noches con ella; eso sí lo había prodigado con pasión, pero un hijo no. Su linaje valía demasiado.




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