—Quisiera darme un baño —le dijo Georgiana al mayordomo de Hawthorn Hall. Éste asintió como si ya lo hubiese previsto. —Envía a dos criadas para que me asistan —siguió Georgiana. —Las mías están agotadas, no quiero sobre-exigirles.
—Claro, señora.
Georgiana movió la cabeza agradecida y cerró la puerta. Celestine y Jane la miraban un poco contrariadas, pero no dijeron nada. Era verdad que estaban cansadas, pero no habrían tenido problema en ayudarla con su baño.
—¿Pasa algo, señora?
—Vayan y descansen. Sigan con eso mañana —dijo, señalando la ropa que organizaban. —Si les es posible, tomen un baño también.
—Sí, señora.
El agua caliente llegó pronto al cuarto de baño de sus aposentos. En otro momento, Georgiana se habría admirado de lo bonito que era todo, desde la bañera blanca y brillante, hasta el empapelado de la habitación, pero ahora no podía sino compararlo con Avondale Hall.
Cuando estuvo a solas con las dos criadas, Georgiana se quitó la bata disponiéndose a entrar a la bañera, y la exclamación ahogada del par de muchachas no se hizo esperar. Le estaban viendo toda la espalda y piernas marcadas, evidentemente.
Para eso había hecho que fueran ellas que la bañaran, y no Jena y Celestine.
Las mujeres se cubrieron la boca esperando ser reprendidas, pero Georgiana sólo se introdujo en la bañera con calma y en silencio. Tampoco les pidió que no le dijeran nada a nadie. Esta vez, necesitaba que todos supieran lo que le había sucedido; la vergüenza la dejaría a un lado sólo para conseguir un objetivo claro.
—Qué… Qué aromas prefiere, señora? —preguntó una de ellas, y Georgiana señaló uno de los jabones que le ofrecían.
—Ha-hay poco de este —dijo la otra. Nos aseguraremos de pedir más en la próxima ocasión.
—Está bien.
—Le… ¿Le duele? No quisiera lastimarla mientras tallo su piel…
—No. Ya no. Gracias por tu consideración.
Las dos mujeres se miraron la una a la otra enviándose mil mensajes y preguntas, pero no se atrevieron a decir nada.
Sí que debió haber dolido. Las cicatrices eran gruesas, lo que indicaban que los cortes habían sido profundos.
nunca habían visto así, ni siquiera entre criados.
Al día siguiente, en la tarde, Georgiana fue a la sala roja dispuesta a hablar con el señor. Había esperado el tiempo suficiente para que el chisme de sus marcas en la espalda corriera entre los criados por toda la mansión y llegara a oídos del señor. Este era el momento indicado.
Lo encontró de nuevo en el sillón del salón rojo, esta vez con una bata negra. El hombre la mirada con el reflejo del fuego en sus ojos, inquisidor e inquieto.
—Buenas tardes, señor Holman.
—Solicitaste una reunión conmigo —dijo él serio.
—Así es. Quiero contarle al fin las razones por las que estoy aquí, y lo que me ha obligado a huir de casa. —Francis tragó saliva y apretó levemente los labios.
Tal como Georgiana había esperado, a sus oídos había llegado la descripción del estado de su espalda y piernas, y según lo que todos decían, era horrible. Una joven hermosa como ella había recibido tal trato, y cada vez Francis tenía una idea más clara de lo que le había ocurrido para orillarla a venir aquí.
—Sólo promete algo —le dijo. —No mientas, no exageres, no añadas.
—Sólo diré la verdad. Lo juro.
—Bien. Empieza. —Le señaló un mueble cercano y Reginald le sirvió una taza de té. Georgiana lo miró como si esperara que él se fuera para poder empezar a hablar, pero Francis agitó la mano.
—Francis es de entera confianza. Puedes incluso conspirar aquí contra el rey, que él guardará tu secreto. —Georgiana volvió a mirarlo y decidió ignorarlo. Le convenía que otro escuchara su historia.
Abrió la boca tomando aire, y empezó.
Le contó todo desde el principio, desde su origen. Le contó su posición en la casa y cómo su padre había estado casi desesperado por casar a sus hijas, tanto, que ni siquiera se había fijado en quiénes eran realmente los maridos. Le contó cómo llegó ilusionada a la iglesia y a la casa Henderson, y cómo esa misma noche todo había cambiado.
Le dio detalles claros, a veces grotescos, pero sólo contó su punto de vista; no especuló acerca de los motivos de Douglas, ni hizo conjeturas de sus verdaderas intenciones. Francis Holman era su tío, después de todo, y por lo que había oído, alguien muy listo. Si ella acaso tratara de influir en su opinión acerca de él, podía salirle mal, así que se limitó a dar hechos y no opiniones.
Evitó llorar en todo su relato, y a medida que avanzaba, notó que la expresión de Francis y del mayordomo se iba ensombreciendo cada vez más, y cuando por fin llegó a la parte en que se encontraba con Nathaniel Radcliffe, tuvo que detenerse. El nudo en la garganta no la dejaba hablar.
Respiró hondo, tragó seco, pero el nudo no se iba.
Reginald le llenó de nuevo la taza de té y aprovechó para tomar una pausa.
—El mismo Douglas me dijo que había hecho una apuesta… Perdió treinta mil libras en un juego de cartas, y…
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Editado: 22.11.2024