Ese maldito encanto tuyo

28

Austin Miller caminaba por la calle de las tiendas más populares de Bath con una sonrisa en el rostro y el mentón elevado como si fuese el aristócrata más encumbrado de la ciudad.

Compraba vino. De los mejores, de los más caros. Pronto daría una fiesta y él era muy exigente y exquisito como anfitrión.

Sabía exactamente lo que quería. Si había algo que le había aprendido a Douglas era a apreciar los vinos finos, las mejores carnes, y ni qué hablar de los quesos, así que sin dudarlo, y con la seguridad que le confería ser un cliente frecuente, entró a “Le vine Élite”, la tienda con la mejor colección de vinos que se conocía en Bath.

Monsieur Lefevre lo recibió con una sonrisa que estiró todo su bigote, y mientras se explayaba en las selecciones más exclusivas, Austin sonreía.

Pero entonces llegó Lynn, uno de los pocos lacayos de la casa Henderson, agitado y con los ojos abiertos como si se le fuesen a salir de las cuencas.

—¡Señor Miller! —exclamó buscándolo. Austin lo miró molesto, sosteniendo la botella de un Château Margaux que, según, era el mejor.

—¿Qué quieres? —preguntó displicente. —¿Por qué me interrumpes? —El lacayo miró a un lado y a otro. No podía dar su mensaje en voz alta, así que se acercó y le susurró algo al oído.

Austin se quedó como petrificado en su lugar, y apretando la botella en su mano, afinó los labios en una mueca de molestia y desconcierto.

—¿Estás seguro? —le preguntó a Lynn. El muchacho asintió.

—Hay… un uniformado en la casa, fue el que trajo la noticia. Sucedió… hace varios días ya. —Austin frunció el ceño y su mente empezó a trabajar a toda velocidad.

Douglas muerto. Lynn no había dicho cómo había ocurrido su fallecimiento, pero si eso era cierto, ocurrirían grandes cambios en su vida. Ahora era él quien gobernaría la casa, pues estaba seguro de que Georgiana nunca volvería, y en caso de que lo hiciera, estaba seguro de poder dominar a ese ratoncito.

Miró de nuevo la botella de vino y se guardó lo mejor que pudo una sonrisa.

—Me… llevaré este vino —dijo.

—Ha hecho una excelente selección, Monsieur Miller…

—Y también me llevaré esa otra.

—Como usted indique —contestó el dependiente feliz.

Subió de nuevo al carruaje y le hizo preguntas a Lynn, siempre conservando la compostura, y al llegar a casa recibió al alguacil que le confirmó lo dicho; Douglas había fallecido en Cambridge.

Preguntó qué había ocurrido, y se ocupó de lucir lo suficientemente afectado para que no pareciera extraño. Estaba aquí en calidad de amigo, para los extraños, era un allegado de la pareja, así que tenía que mostrarse triste, pero no tanto; sereno, pero no frío.

—Es lamentable que mi amiga Georgiana haya enviudado tan joven, va a estar muy triste la pobre… —El alguacil guardó silencio. Seguramente había esperado ver a la viuda aquí, pero la excusa fue que estaba de viaje visitando a la familia.

Cuando estuvo a solas, Austin miró la sala donde había recibido al oficial y respiró hondo. Ahora, se dijo, todo esto podía ser suyo. La idea de que esa estúpida, insignificante Georgiana pudiera poseer algo de verdadero valor le provocaba una risa amarga.

Como viuda, Georgiana heredaría todo, como era usual, pero si la presionaba un poco, ella le firmaría lo que él quisiera. Esa insulsa mujer nunca había tenido la fortaleza para enfrentar a alguien como él.

Austin sonrió regodeándose con la imagen de su victoria. Se la imaginaba llorando y suplicando, tan patética como siempre, mientras él tomaba posesión de la casa y todo lo que había dentro. La enviaría de vuelta a casa de sus padres, donde seguramente le conseguirían otro marido, pues aún era joven y bonita, convirtiéndose de nuevo en el peón de alguien más.

Y se olvidaría para siempre de esa estúpida.

De aquí en adelante, podría llevar una vida mucho más placentera que antes, pues Douglas, ese tonto, era demasiado tacaño.

Austin se permitió una sonrisa maliciosa, ya que nadie lo estaba viendo. Con Georgiana fuera del camino, él sería libre para disfrutar de todas las comodidades y lujos que siempre había deseado, sin que nadie se interpusiera.

Todo lo que tenía que hacer era deshacerse de ella de la manera más humillante posible. Y eso, pensó con desdén, no sería difícil.

El cielo plomizo de la tarde invernal arrojaba una luz pálida y fría sobre el carruaje oscuro y elegante que se detuvo frente a una casa de dos pisos. Por delante y por detrás, caballeros en sus monturas lo flanqueaban, y la dignidad en los rostros de aquellos hombres llamaba mucho la atención.

Sin embargo, la puerta del carruaje no se abrió de inmediato. El cochero tenía orden de quedarse allí por un momento, el suficiente para llamar la atención de los transeúntes, de los vecinos.

Cuando varias cabezas empezaron a girar hacia el carruaje y las criadas que se encontraban con otras en la vereda empezaban ya a cuchichear, el cochero bajó al fin del pescante.

—Hemos llegado, señora —dijo, y le abrió la puerta a dos mujeres.

La mano de Georgiana, enguantada con encaje negro, asomó tomando la del cochero, que se ofrecía para ayudarla a bajar. Lo hizo con movimientos suaves, y aunque su espalda estaba erguida, tenía la mirada baja.




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