Ese maldito encanto tuyo

30

Al llegar a la posada, Nathaniel dio la orden a Frank de comprar pasajes de vuelta a Inglaterra tan pronto como fuera posible, y a Henry lo envió a la dirección que Adeline le indicó para reclamar allí sus pertenencias. Los dos hombres se dirigieron de inmediato a cumplir la orden, y mientras tanto, Nathaniel habló con el posadero para alquilar una habitación más para su hermana.

Mientras la preparaban, la condujo a una pequeña sala privada que el posadero les ofreció para que pudiesen hablar.

—Perdona que te traiga aquí, pero creo que es mejor hablar a solas —dijo él mientras movía un taburete para ella, y Adeline, aún con la sobrilla plegada en su mano, tomó asiento. Nathaniel lo hizo en otro y la miró atento.

Antes de que ella pudiera hablar, él volvió a sonreír.

—Esto es increíble —dijo—. Y aterrador. Temo estar soñando.

Adeline tragó saliva y sonrió.

—No pareces una mujer sin los medios suficientes para tomar un barco a Inglaterra, Adeline —dijo él señalando su vestimenta, que si bien no era lujosa, tampoco era el de una plebeya campesina. Adeline dejó caer los hombros.

—Te contaré todo desde el principio —dijo, y empezó.

Le contó lo que recordaba del naufragio, y cada imagen que ella exponía con sus palabras se superponía con los recuerdos de él. Cómo al momento en que aquél hombre la tomaba en sus brazos para subirla al bote salvavidas explotó todo.

A partir de allí, Adeline no recordaba mucho. Había aparecido en una playa aferrada a un trozo de madera y una familia de pescadores la acogió, le curó las heridas y la alimentó.

—Era una familia grande —contó ella con ojos perdidos en sus recuerdos, pero parecía que este no era malo del todo—. Marie, Jean, y sus cuatro hijos varones todos se dedicaban a la pesca. No había otra chica, y tal vez por eso me acogieron con cariño. Marie dice que se alegró mucho de mi llegada, pues ya no estaría sola en casa mientras esperaba a su marido y a sus hijos todo el día. Con ellos aprendí a limpiar y reparar redes… Yo… no recordaba nada. No sabía ni siquiera cuál era mi nombre.

—Perdiste la memoria.

—Tenía… un terrible golpe en la cabeza, dijo Marie. Pero hablaba el idioma. Sabían que debía ser una chica inglesa por el acento, pero no tenían los medios para llevarme a la ciudad y denunciar mi aparición. Seguro que hubo un poco de egoísmo en eso, pero tal vez fue lo mejor.

—¿Por qué dices eso?

—Seis años después —siguió ella ignorando su pregunta—, tuve fiebres. Estuve muy mal, pero fue durante esos días que, una madrugada, desperté con todos mis recuerdos. Sabía quién era, sabía qué había pasado. Por mis ojos parecían pasar esas imágenes del incendio en el Azura… Me miré y descubrí que debía volver a casa.

Nathaniel frunció el ceño sorprendido y contrariado. Si esto era verdad, entonces hacía once años que Adeline recordaba todo, y aun así, no había vuelto a casa.

Contuvo sus preguntas, ella había dicho que le contaría todo.

—Hablé con Marie y Jean… y les dije la verdad. Tenía que volver a casa. Tardé meses, pero logré llegar a la ciudad. Ya no era una simple pescadera, tenía educación, conocimientos, y empecé a buscar empleo para comprar mi pasaje a casa. Fue cuando me contrataron como tutora de unas niñas en un orfanato. Les enseñaba a leer y a comportarse. —Aquello parecía traerle buenos recuerdos otra vez, pensó Nathaniel.

Admirable, se dijo. Ella era fuerte, capaz de encontrar la felicidad en medio de la adversidad.

—Y tiempo después, por fin compré el pasaje a casa. Preguntando aquí y allí, agotando todo mi dinero, llegué por fin a Avondale Hall.

—¿Qué? ¿Cuándo? ¡Nunca supe de eso!

—Tú no estabas en el momento, y yo… cometí el error de anunciarme con el nombre de Adeline Radcliffe.

—Si allí estaban Wilbur y los demás seguro que te habrían reconocido y te habrían acogido…

—No, no fue Wilbur quien me recibió… Fue Florence, la doncella de la tía Philomena. —Los ojos de Nathaniel se abrieron grandes al oír aquello—. Me echó de la casa, me prohibió la entrada, incluso… —Adeline, al ver la expresión de Nathaniel, prefirió ocultarle que la habían abofeteado tan fuerte que cayó al suelo en esa ocasión.

Florence la había llamado estafadora, mentirosa, y amenazó con llevarla a prisión.

—Decidí buscar una posada en la que quedarme —siguió Adeline omitiendo también que, por su falta de dinero, había tenido que conformarse con dormir en una ratonera. —Y esa misma noche, la vizcondesa de Wilford fue a la posada.

Nathaniel la volvió a mirar con mucha aprensión. Estaba seguro de que lo que iba a escuchar le iba a doler, y lo iba a irritar.

No quería escuchar, pero al tiempo, debía saber la verdad.

—¿Qué… te dijo?

—Básicamente, lo mismo que Florence. Dijo que no necesitaba una estafadora como yo en la familia. Que su querida sobrina había muerto hacía mucho tiempo.

—¿No intentaste entregarle las pruebas que me enseñaste a mí?

—Oh, Nathe, admítelo. Una bata de niña no es prueba de nada.




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