Austin fue empujado de cualquier manera al interior de una celda oscura y húmeda; sus zapatos se habían embarrado de alguna sustancia viscosa y maloliente, y al tropezar con las paredes mohosas del fondo también su ropa se ensució.
Los guardias, sin ninguna consideración, le quitaron los grilletes de las muñecas sólo para ponerle uno en el pie. La cadena no llegaba hasta la puerta y estaba sujeta fuertemente a la pared. El techo era bajo aun para él, que siempre fue pequeño, y el espacio tan reducido que apenas si podía extender los brazos completamente. Había un catre y un balde para sus desechos, nada más. El catre, con su capa delgada y mugrienta de paja, apenas servía como superficie para recostarse. El balde de madera apestaba y estaba lleno, emanando un hedor insoportable que impregnaba el aire
La única fuente de luz era una pequeña ventana enrejada cerca del techo. La luz del sol apenas alcanzaba a iluminar la celda a esa hora del día, y no espantaba para nada la frialdad.
La puerta era gruesa, de madera reforzada con hierro, con un pequeño postigo que servía para que los vigilantes pudieran mirar al interior, y en aquel silencio, el sonido de los candados siendo asegurados para que no escapara eran atronadores.
—¡Están cometiendo una injusticia! —gritó, pero no hubo respuesta. —¡Soy inocente! ¡No he hecho nada malo! ¡Soy un ciudadano ejemplar!
Otra vez, nadie le dio respuesta.
Como siguió chillando, alguien con voz atronadora lo mandó a callar, y encogiéndose de miedo, guardó silencio.
Qué sitio tan horrible, pensó mirando alrededor. La humedad se filtraba por las paredes, y ese olor a orina y heces revueltas le estaban provocando náuseas. Se cubrió la nariz con la manga de su chaqueta sintiendo que en cualquier momento podía vomitar. Los sonidos lejanos de otros prisioneros llorando y gritando, mezclados con el goteo constante de agua desde el techo empeoraban el ambiente, haciéndole sentir aún más desesperado y abandonado.
Y en ese sitio espantoso, los días empezaron a pasar. Cada minuto se alargaba interminablemente en esa penumbra asfixiante. El tiempo parecía haberse detenido, dejando a Austin con sus pensamientos oscuros y su desesperación creciente.
Nadie hablaba con él. Cuando le traían la comida, ésta no hacía sino aumentar su miseria y desconsuelo. Cada día, los guardias le pasaban una ración por el postigo, una bandeja de metal oxidado que apenas contenía algo comestible. Las comidas consistían en una sopa aguada con algunas verduras marchitas flotando y un pedazo de pan duro, a menudo cubierto de moho. A veces, incluso encontraba gusanos e insectos en su plato, y el agua sabía a óxido.
El aislamiento y la miseria estaban consumiendo su espíritu. Nadie venía a visitarlo, no tenía ni idea cómo se estaba llevando a cabo el juicio, si es que había uno.
Una tarde, simplemente, el postigo se abrió y un hombre se asomó a él. Creyendo que era visita, que alguien por fin se había acordado de su existencia, Austin se puso en pie con sus ojos muy abiertos y expectantes.
—¿Es él? —preguntó una voz ronca, y él otro debió asentir, porque los candados se empezaron a abrir.
¿Qué?, se preguntó Austin con el corazón retumbando en su pecho, y los latidos de éste ensordeciéndolo. ¿Un milagro? ¿Iba a salir?
—Tienes veinte minutos —dijo la otra voz alejándose, y entró un hombre fornido y tan alto que tenía que encorvarse un poco dentro de la celda. Bloqueó la puerta, y lo miró con sus ojillos brillando como los de una rata.
Su apariencia era repulsiva, con una barriga prominente que parecía estar a punto de estallar en su sucia camisa de lino, desabotonada hasta el ombligo y manchada de grasa y sudor alrededor de las axilas. Su cara sucia y grasosa parecía más la de un duende que la de un humano.
Austin lo miró de arriba abajo preguntándose qué quería. No parecía alguien con la autoridad para sacarlo de aquí, o traerle buenas noticias.
Y entonces, la bestia gigante sonrió.
Le faltaban dientes, y los pocos que tenía estaban podridos y manchados. Su aliento olía peor que el balde de desechos, y poco a poco se fue acercando a él.
—¿Qué… quieres? —preguntó tembloroso, repudiando desde el fondo de su alma el deleite sádico con que sonreía.
—Eres el chico mujercita —dijo el hombre con un gruñido. Extendió una mano y lo atrapó, palpó su brazo como si buscara algo en sus carnes—. Blandito como una mujer… y de cara bonita también.
—No —el gemido de Austin al comprender sus intenciones sonó tan indefenso, que sólo consiguió que el gigantón sonriera más ampliamente.
—Comprende un poco —pidió el guardia girándolo y atrapando sus manos en una de las suyas. Con la otra, empezó a bajar sus pantalones. —Se me hace… un poco difícil conseguir mujeres.
—No —lloró ahora Austin, el aire estaba entrando con dificultad a su pecho, a pesar de que respiraba agitado.
—Hasta las putas… son difíciles de convencer. Comprende.
—¡No! —gritó Austin con toda su garganta, y sus gritos no pararon en todos los veinte minutos que tardó el guardia allí.
—Felicidades por lo de tu hermana —dijo Jacob entrando a una acogedora sala de Avondale Hall, y Nathaniel lo miró devolviéndole la sonrisa.
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Editado: 22.11.2024