Ese maldito encanto tuyo

33

Georgiana estaba nerviosa.

Daba órdenes de limpiar cada rincón, cada decoración, cada lámpara. Desde que Adeline había aceptado su invitación a tomar té, había ordenado a los criados deshacerse de la última mota de polvo, encargado los mejores tés en las tiendas, adquirido un servicio completo de fina porcelana, y ropa adecuada para ella.

Afortunadamente, durante los meses anteriores, de manera discreta y pausada se había deshecho de la sala de los arneses. Como no podía mostrarle el contenido de esa sala en especial a nadie, ella y Jena habían buscado las herramientas y logrado desatornillar la mayoría de los objetos. Habían tenido mucho tiempo libre, de todos modos.

Día a día, poco a poco, fueron avanzando en su cometido, y cuando ya se podía disfrazar el verdadero objetivo de la sala, dejaron por fin entrar a los criados más confiables. En el momento en que el maestro carpintero llegó a hacer su trabajo, gran parte de la sala estaba desmontada, y el tapiz rojo retirado.

También había tirado todas las camas. Georgiana no había sido capaz de dormir en ninguna de ellas, prefería el sofá, pero hasta eso le daba asco.

Adeline llegó en su carruaje acompañada por una doncella, y Georgiana la recibió usando sus dotes de anfitriona. Ella se parecía mucho a Nathaniel, pensó al instante, aunque sus ojos era más verdes.

—Bienvenida a mi humilde morada, señorita Radcliffe —la saludó Georgiana haciendo una pequeña reverencia, y Adeline le correspondió.

—Gracias por su invitación, señora Henderson.

—Oh, por favor, use mi nombre de pila.

Se miraron un instante en silencio, como si algo invisible entre las dos hubiese conectado adecuadamente, y sonrieron.

Georgiana la condujo a su pequeño, pero elegante salón, donde las esperaba un hermoso servicio de té. Ya habían acordado usar un lenguaje informal entre las dos, por lo que se las veía más cómodas la una con la otra.

Era un lugar bonito, pensó Adeline. Las ventanas dejaban entrar la luz del sol de la tarde, que todavía entraba a raudales a pesar de haber iniciado ya el otoño, iluminando el ambiente con una calidez acogedora.

—He escuchado tanto de ti, que ya no sabía qué pensar. Tienes una reputación, Georgiana.

—Oh, ¿de verdad? Me pregunto de quién habrá escuchado hablar de mí.

—Es una persona que la admira con fervor—. Georgiana volvió a reír, y el brillo en sus ojos al hablar de Nathaniel le dio a entender a Adeline que su hermano no era el único enamorado.

Siguieron hablando, y a contar historias de la vida de cada una, compartiendo puntos de vista por los chismes recientes, que eran bastante escandalosos.

También Adeline le comentaba lo que estaba experimentando al regresar a casa, cómo todo se sentía extraño y familiar a la vez, los cambios que había encontrado en lugares y personas, y la gente que había dejado atrás en Francia.

Al hablar de aquello, se notó la nostalgia en su voz, y Georgiana extendió la mano a la de ella y la apretó suavemente.

—Lo siento —dijo Adeline—. Debo parecer terriblemente ingrata cuando por fin pude volver a mi familia y…

—No lo creo —la interrumpió Georgiana—. La mayor parte de tu vida la pasaste allá, con esas personas. Es normal que los recuerdes con nostalgia y cariño. Habla muy bien de ti. No hay por qué sentirse culpables por algo así. —Adeline la miró fijamente a los ojos, devolviéndole el apretón, y con esa sensación de que había encontrado una amiga, alguien que la comprendía bien.

Justo un día después de la visita de Adeline, Georgiana recibió una carta de sus padres donde le anunciaban que vendrían a visitarla. Su casa estaba no muy lejos, así que esa visita significaba que pensaban pasar la temporada con ella.

No habían venido a verla en todo este tiempo, a pesar de lo cerca que estaban; no le habían escrito siquiera una nota, hasta ahora. Dudaba que apenas se estuvieran enterando de que había enviudado. No entendía la actitud de ellos ahora.

—En el campo las noticias no llegan con la misma celeridad —le dijo Jena, lo que hizo que Georgiana les diera el beneficio de la duda y se preparara para recibirlos.

Llegaron lamentando la pérdida de su hija, lo joven que era para ser una viuda, y cómo era lamentable que no hubiese concebido hijos.

Georgiana los miró completamente inexpresiva. Recibió sus abrazos y lamentos sin decir una palabra, sólo dio órdenes para guardar su equipaje y ayudarlos a instalarse.

—Pero te veo bien, para ser una viuda. Me alegra tanto —dijo Nancy, su madre, sentándose en el sofá mientras abanicaba su rostro.

—Es verdad. Podrás volver a casarte sin dificultades. Ya he empezado a recibir propuestas de pretendientes. Pero si tú no lo quieres, hija, los enviaré de vuelta con cajas destempladas.

Georgiana siguió en silencio, sólo observándolos.

Sus padres no habían sido especialmente amorosos, pero tampoco fueron fríos o distantes. Agobiado por mantener y casar seis hijas, Dorian, su padre, estuvo siempre ocupado en el trabajo, viajando para conseguir dinero, subsistiendo. Su madre había sido quien se encargara de la educación de sus hijas ahorrándole a su padre unas cuantas libras en ello. Era estricta, pero no cruel.




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