Londres, 1853
Cuando la invitación llegó a la casa de los Kinstong no hubo otra cosa que celebraciones, principalmente por parte de Lady Kinstong y su hija mayor, quienes no cabían de la alegría al imaginarse rodeadas de los lujos que poseía el palacio. No había mejor oportunidad de conocer el interior de aquella majestuosa construcción, que el baile, el cual sería llevado a cabo por el cumpleaños del príncipe. Además, madre e hija albergaban la esperanza de que el príncipe, próximo a cumplir los 25 años, se fijara en Giselle Kinstong, la mayor de las hermanas, en la celebración que ocurriría dentro de tres días.
—Sin duda alguna, querida hija, no hay una mejor candidata que tú en todo Londres —expresó Lady Kinstong con toda sinceridad y llena de esperanza de que su hija se convirtiera en princesa.
Giselle ante las palabras de su madre se sonrojó con un poco de vergüenza, pero no pudo evitar sonreír ante tal alago.
Por otro lado, Sir Kinstong, quien había legado aquel título de una tía lejana, hacía poco más de un año, se sentía orgulloso de haber logrado ser invitado a un baile real, además, estaba seguro que podría ampliar sus negocios con nuevos caballeros influyentes que tendría la oportunidad de conocer en esa fiesta, y aunque no celebró sus ilusiones tan abiertamente como su esposa, sí hizo algún que otro comentario con ella antes de irse a atender sus negocios, que lo mantenían casi todo el día ocupado.
La única que no mencionó palabra alguna sobre el baile de máscaras fue Emma Kinstong, la hija menor de aquel matrimonio, quién simplemente se dedicó a escuchar en silencio las palabras de su familia mientras fingía no tener interés en el asunto. Ella estaba más que convencida que su hermana brillaría en aquel baile, pues era una de las chicas más hermosas de Londres, con hermosos cabellos castaños, unos hermosos ojos grises azulados herencia de su padre y, labios, que si bien, no eran muy prominentes, encajaban perfectamente en la simetría de su rostro, además, esta poseía innumerables dotes que la hacían el objeto de interés de muchos caballeros. Sin embargo, Emma, a pesar de ser también hermosa, no contaba con la misma suerte de su hermana, ella siempre era echada a un lado por los hombres cuando su hermana estaba cerca y era consciente de que el nuevo baile no sería la excepción, por lo que, intentaba mantener sus pocas ilusiones bajo control para no llevarse una nueva desilusión.
Las damas se trasladaron hacia la habitación de las jóvenes y dedicaron la mañana a hablar sobre los vestidos que utilizarían, e imaginar como sería el palacio, y el príncipe, a quien, no habían visto antes.
—¿Crees que será apuesto, Emma? —preguntó Giselle a su hermana, quién intentaba leer un libro, aunque con pocos resultados.
—Imagino que sí — respondió Emma, abriendo la boca por primera vez desde que había comenzado la conversación—, aunque, estoy segura de que a muchas damas no les importará su aspecto —añadió segura de que el interés de más de una dama no cambiaría ni un ápice, si este no era tan apuesto como muchos rumores decían.
Giselle y su madre estuvieron de acuerdo con aquel comentario y sin analizarlo mucho, ni enfrascarse en ello, decidieron retomar el tema de la vestimenta. Giselle comenzó a sacar vestidos de sus baúles mientras debatía con su hermana y madre cuál era el mejor para la futura fiesta.
Después de un rato Lady Kinstong dejó a sus hijas en la habitación, pues tenía que atender asuntos del hogar que no admitía más demora.
La casa de los Kinstong no era lo que se podía decir una casa demasiado grande, tenía cuatro habitaciones y dos más para los criados, además de un jardín trasero bastante grande, el cual, Lady Kinstong atendía con mucho afán, de hecho, la señora era muy quisquillosa con su casa, y le gustaba que cada objeto estuviera en su lugar.
—¿Crees que este está bien para el baile, Emma? —preguntó Giselle sacando un hermoso vestido blanco de mangas cortas lleno de las más bellas pedrerías.
—Es perfecto, hermana, nadie en el salón podrá quitar los ojos de ti —contestó Emma con la más sincera de las sonrisas. Aunque su hermana siempre la opacara, ella nunca se había sentido celosa de ella, pues sabía que todo lo obtenido era por méritos propios—. Además, estoy completamente segura que el príncipe se fijará en ti, después de todo, eres la dama más culta que he conocido nunca, sin mencionar que ya has rechazado seis propuestas de matrimonio en tan solo tres años.
—Hermana, lo dices como si esa cantidad fuera enorme —respondió Giselle quitándole importancia a las palabras de su hermana.
—Giselle, cuántas damas en Londres son capaces de decir que han recibido cuatro propuestas de matrimonio de jóvenes, que, si bien no poseían un título, eran caballeros respetados y con una buena renta —replicó Emma para que su hermana comprendiera el privilegio con el que ella contaba—. Muchas damas se conformarían con una sola, la cual pudieran aceptar —añadió ella dejando en esas palabras el reflejo de su propia agonía.
Su hermana finalmente le dio la razón y, a continuación, decidida a ponerse aquel hermoso vestido blanco para el baile, fue en busca de su madre para que le diese el visto bueno. Emma se quedó sola en la habitación mientras miraba por la ventana de su habitación hacia la calle, por donde pasaban diferentes carruajes y personas, y, solo entonces, se permitió pensar en el baile, el palacio y el príncipe, e, incluso pudo imaginarse, por un segundo, siendo el centro de la atención de algún caballero.
El sueño de Emma era como el de cualquier otra dama, casarse y construir un hogar, mas ese sueño, siempre se había visto opacado por el interés de todos los caballeros en su hermana Giselle. Emma era una chica hermosa con unos bellos ojos de color gris verdosos, cabellera de color castaño y labios carnosos, sin embargo, había tenido que escuchar las comparaciones con Giselle desde su presentación en sociedad hacía dos años. Escuchaba a damas y caballeros decir que ella era un poco más baja que su hermana, que sus ojos no eran tan hermosos como los de Giselle o que sus talentos no eran comparables a los de su hermana mayor. Tales habladurías habían hecho mella en el carácter de Emma, quien desde entonces no había podido dejar de compararse con su hermana mayor, sin envidiarle, pero siempre sintiéndose inferior a ella. Además de ello, si un caballero se interesaba en ella, era espantado cuando esta hablaba de los libros que había leído o cuando le preguntaban por los idiomas que sabia hablar, o cuantos instrumentos tocaba, y se descubrían que no estaba tan llena de talentos como otras damas.