Ese no es mi zapato

Capítulo 3

—El zapato le queda a la dama, Gran Duque —anunció el soldado al Gran Duque, quien no pareció sorprendido, a diferencia de las tres damas, que no podían creerlo, en especial Emma, quien no dejaba de observar la zapatilla en su pie. 

Esta última se apresuró a decir con toda convicción que aquel zapato no era suyo, sin embargo, su madre la hizo callar pidiendo al Gran Duque unos minutos para prepararse. El soldado quitó la zapatilla, la cual sería probada nuevamente frente al rey, y las tres damas se retiraron de la sala a toda prisa. 

Una vez fuera de la estancia y sin que hubiera la posibilidad de que los caballeros la escucharan, lady Kinstong le dio una buena regañina a su hija menor por su respuesta ante el Gran Duque, y sin darle tiempo a Emma para responder, comenzó a decir en tono bajo, pero exclamativo, lo feliz que estaba de que aquella zapatilla le hubiera quedado a una de sus hijas. Acto seguido, pidió a Giselle que ayudara a su hermana a vestirse decentemente, ya que para ella, Emma llevaba un vestido demasiado simple para asistir a palacio, mientras,  ella, fue a arreglarse también, dejando el cuidado de los visitantes al ama de llaves. 

Giselle escogió un vestido de su propio armario, ya que sabía que su hermana no tenía ninguno que fuera perfecto para la ocasión, pues Emma era muy sencilla.  Mientras esta última se cambiaba de ropa con el vestido que le había dado su hermana, el cual tenía mangas largas y cuello de cisne, además de una falda en un color amarillo casi dorado, Emma no pudo evitar decir todo lo que había acallado frente a su madre. 

—Hermana, ¿cómo puede ser posible que me quede ese zapato? —dijo Emma a Giselle sin poder concebir que aquel zapato le hubiese quedado tan bien, no podía entender su mala suerte—. Giselle, no puedo casarme con el príncipe —añadió con desesperación. 

—Emma, mi querida hermanita, sabes que no puedes resistirte a las órdenes del rey o las consecuencias podrían ser nefastas —respondió Giselle ayudando a su hermana a vestirse—. Además, posiblemente el príncipe te rechace como a todas las damas anteriores —añadió en un intento de darle algo de aliento a su hermana, quién estaba tan blanca, que se podría creer que desmayaría en cualquier instante. 

Esas últimas palabras fueron la fuerza para Emma y su mayor esperanza, casarse con aquel príncipe grosero no era una opción para ella. La menor de las Kinstong terminó de vestirse y se miró en el espejo, donde se vio demasiado adornada, se notaba que era un vestido de su hermana y no suyo, pues era tan llamativo como Giselle en un salón de baile. 

Cuando estuvo lista, ambas hermanas bajaron, y los caballeros quedaron asombrados por lo diferente que se veía Emma, su belleza y su hermoso vestido la hacían verse como toda una princesa. 

Lady Kinstong y su hija menor partieron junto a los otros caballeros hacia el palacio dejando la casa a cargo de Giselle. El viaje duró alrededor de un cuarto de hora, y en ese tiempo, lady Kinstong habló de tanto en tanto con los caballeros, en cambio, su hija no abrió la boca en ningún instante, pues estaba sumida en sus pensamientos y preocupaciones por su futuro. 

En el palacio fueron conducidas por los lujosos corredores hasta un salón de paredes blancas y doradas, adornadas con enormes cuadros de caballeros antiguos y reyes con vestimentas bien elaboradas y llamativas. En el centro del salón había varios sillones y sofás de colores dorados y cojines rojos. En el sofá más grande de la sala se encontraba sentado el rey y en un sillón adyacente, el príncipe, ambos con su habitual postura recta. 

Los recién llegados hicieron una reverencia, y seguidamente se hizo la presentación de las damas. A continuación, el rey pidió que se le probara nuevamente la zapatilla, y así se hizo, pero esta vez se lo probó un criado, que se hallaba tras el asiento del monarca. 

—Perfecta —dijo el criado cuando el zapato estuvo en el pie de Emma. 

—Lo siento mucho, pero, he de decir que la joven a la que busco no es usted —expresó el príncipe con premura mientras miraba a Emma desde su posición—. Espero que me disculpe por hacerla perder el tiempo. 

Emma no se sintió decepcionada para nada, al contrario, tuvo que contener una sonrisa por lo feliz que estaba por ello, y para evitar ser vista sonriendo, bajo la cabeza como si fuera un pesar su rechazo, y le expresó la aceptación de sus disculpas. Acto seguido se puso en pie con disposición de marcharse, pero las palabras del rey impidieron que se diera siquiera un paso. 

—¡Se acabó! —exclamó el soberano poniéndose en pie con  exasperación—. No rechazaras a una nueva señorita, te casaras con la señorita Kinstong, hija de sir Kinstong, y no se hable más  —anunció haciendo que tanto su hijo como Emma lo miraran con el mayor asombro y espanto. 

—Pero, Majestad, el zapato no es mío,  aunque me quede —replicó Emma ante una mirada de desaprobación. 

—¡Osas desafiar mis palabras! —dijo el rey con un enojo latente en cada una de sus palabras. 

Emma bajó la cabeza y solo fue capaz de negar con la cabeza mientras observaba el suelo, nunca había visto a una persona tan enojada, ni siquiera a su padre cuando su madre lo sacaba de quicio o viceversa. 

—Entonces, todo está aclarado, la boda se realizará dentro de dos meses —habló nuevamente el rey, pero esta vez con un tono de voz más bajo, aunque aún se denotaba enojo—. Vivirá aquí durante este tiempo, ya que debe ser instruida —añadió refiriéndose a Emma, quien aún no podía alzar la mirada. 

Lady Kinstong finalmente habló para preguntarle al soberano si su hija se quedaría sola, teniendo la esperanza de que la invitación se extendiera a toda la familia. No obstante, no fue así, sino que el rey le aseguró que su hija sería atendida de la mejor manera en el palacio y que la señora Nicols, encargada del palacio se haría cargo de ella, además de tener una doncella personal y una institutriz que le enseñaría las costumbres de palacio, a lo que lady Kinstong no reclamó, pues no quería provocar la ira del soberano. 

A continuación el monarca llamó a la señora Nicols, y a un criado. La primera llevaría a Emma a la habitación de la princesa y el segundo acompañaría de vuelta a su casa a lady Kinstong y buscaría algunos vestidos para la señorita Kinstong, hasta que le hicieran nuevos. También se acordó que la fiesta del compromiso se realizaría dentro de dos semanas, y que lady Kinstong tendría a su disposición el salón de baile y varios criados para organizarla a su modo, lo que no desagradó para nada a la dama, ya que le encantaban los bailes, a pesar de que no había podido hacer muchos en su casa debido a que sir Kinstong no lo había permitido. 

Lady Kinstong se despidió de su hija con un poco de pesar, pero muy feliz porque hubiese conseguido semejante partido. 

—Todas las vecinas morirán de envidia cuando lo sepan —Fueron las palabras que le dijo su madre a Emma  darse un abrazo de despedida, aunque tampoco dejó de decirle cuanto le quería y le prometió que pronto se verían. 

Cuando Lady Kinstong se marchó, Emma fue conducida por la señora Nicols, una mujer de avanzada edad, hasta su nueva habitación, la cual quedaba en el tercer piso a mitad de un largo corredor con suelos mármol. Al abrir las puerta doble, se rebeló frente a ella una enorme estancia, con paredes azules y techo blanco y dorado, del cual colgaba una hermosa araña. A un lado de la habitación había una enorme cama estilo princesa y no muy lejos de estas había dos sillas con cojines del mismo color  de las paredes, además había una chimenea y justo sobre esta había un reloj dorado y un enorme espejo. Había algunas otras sillas y un sillón, además de dos puertas de madera y cristal cubiertas por hermosas cortinas. 

La señora Nicols le informó a Emma sobre los horarios en los que se servía cada comida y que al día siguiente comenzaría con sus nuevas lecciones para su vida en el palacio. 

Una vez Emma se quedó sola, pudo saborear el silencio y la calma, que eran de apreciarse en un momento así, en que su cabeza estaba explotando por tantos pensamientos. Abrió las puertas del balcón y salió para observar el hermoso jardín que se extendía frente al palacio y más allá estaba la ciudad, de la que sería princesa en un futuro.  

—Señor, ¿por qué has puesto esta carga sobre mí? —preguntó Emma mirando al cielo con angustia imaginándose como futura esposa en  un matrimonio infeliz y como una reina llena de poder, que se olvidara de su humildad como ya había visto muchas veces antes en personas con menor rango. 

Ella nunca había deseado tal lugar para su vida, siempre había querido casarse con una persona que la amara, que si bien no fuera pobre, tampoco estuviera tan rodeado del lujo como aquel palacio.  

Se quedó un rato más en el exterior aprovechando de la brisa que soplaba allí, era un día tan poco usual en Londres, estaba soleado y hacía un poco de calor, que quiso disfrutarlo en un intento de olvidar donde se encontraba, aunque los soldados que se paseaban de un lugar a otro no se lo permitieron del todo. 

Un rato más tarde unos toques en la puerta obligaron a Emma a entrar en la habitación para ir a abrir, y se encontró con una chica joven más o menos de su edad con cabellos rubios y ojos azulados, que vestía un traje de doncella, detrás de ella venían dos caballeros, uno cargando un baúl y otro algunas joyas. 

—Buenas tardes, señorita, mi nombre es Edwina, soy su nueva doncella —se presentó la joven haciendo una reverencia—. Venimos a traerle su ropa y algunas joyas que el rey destinó para usted. 

Emma se hizo a un lado para que los hombres pasaran a la habitación, los cuales dejaron el baúl cerca de la cama y las joyas, por órdenes de Emma fueron puestas sobre su cama.  A continuación, los dos caballeros se marcharon haciendo una reverencia y cerraron la puerta tras de sí. 

Edwina entregó dos notas a Emma que había sido enviadas por su madre y hermana, y ella con gran placer se sentó a leerlas,  mientras su doncella se dispuso a organizar las joyas 

Emma se sentó en un sofá cerca de la ventana, donde más luz entraba para leer las notas. La de su madre era extensa, pero bastante repetitiva, pues eran básicamente simples consejos para que no se comportara en el palacio y en el final de su carta le decía cuanto la amaba. Emma sabía que su madre la amaba y que la extrañaría, pero tenía la completa convicción que en ese momento esta se sentía más emocionada por lograr tal compromiso que por expresar cuanto la iba extrañar. Por otra parte la nota de Giselle era más breve, en esta le expresa lo mucho que le había asombrado la decisión del rey, pero añadía lo emocionada que estaba de saber que su hermana sería princesa, además, le informaba que había escogido sus mejores vestido y que también había puesto el libro que estaba leyendo, lo que Emma agradeció de todo corazón a su hermana. 

—Señorita Kinstong, ya terminé, ¿desea que la ayude a cambiarse para la cena? —preguntó Edwina llegando hasta Emma. 

A ella le asombró lo rápido que se había pasado el día y accedió a cambiarse para la cena. Se puso un vestido de color crema de mangas cortas, que llevaba una rosa en el medio del escote, con esta se hizo una cebolla con los típicos rizos de la época y la decisión difícil fue cuando su doncella le sugirió ponerse las joyas que el rey le había dado. A Emma le parecían demasiado ostentosas para ella, sin embargo, si no se las ponía, quizás el rey se ofendería. Finalmente optó por una pequeña tiara de plata con un collar que tenía un dije formado por tres hojas y aretes a juegos. 

—Se ve hermosa, señorita Kinstong —elogió su doncella a Emma, la cual se miraba en el espejo y estuvo satisfecha con su imagen, que no había cambiado casi nada. 

—Gracias —respondió Emma con una sonrisa. 

Seguidamente fue guiada hacia el comedor, el cual no era muy diferente al resto de las áreas comunes del castillo. Lo que más destacaba era la enorme mesa de madera, que estaba encabezada por el rey, y a sus lados estaban el príncipe y el Gran Duque. 

—Su majestad, su alteza, su excelencia —saludó Emma haciendo una reverencia frente a aquellos tres hombres seguida por su doncella. 

El rey le pidió a Emma que se sentara junto al príncipe. Esta lo obedeció y solo le dedicó un frío saludo, y su doncella se retiró a una esquina. 

—¿Le gustó su habitación, señorita Kinstong? —interrogó el rey a Emma. 

—Mucho, Majestad —respondió Emma con una inclinación de la cabeza, aunque la verdad, la habitación le parecía demasiado grande para ella. 

—Buenas noches —saludó un caballero llegando a la mesa e hizo una reverencia. 

Cuando su mirada se alzó, los ojos de Emma y los del caballero se encontraron con asombro. 

—Lord White —susurró Emma en un sonido ineludible. 
 




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