—El zapato le queda a la dama, Gran Duque —anunció el soldado al Gran Duque, quien no pareció sorprendido, a diferencia de las tres damas, que no podían creerlo, en especial Emma, quien no dejaba de observar la zapatilla en su pie.
Esta última se apresuró a decir con toda convicción que aquel zapato no era suyo, sin embargo, su madre la hizo callar pidiendo al Gran Duque unos minutos para prepararse. El soldado quitó la zapatilla, la cual sería probada nuevamente frente al rey, y las tres damas se retiraron de la sala a toda prisa.
Una vez fuera de la estancia y sin que hubiera la posibilidad de que los caballeros la escucharan, lady Kinstong le dio una buena regañina a su hija menor por su respuesta ante el Gran Duque, y sin darle tiempo a Emma para responder, comenzó a decir en tono bajo, pero exclamativo, lo feliz que estaba de que aquella zapatilla le hubiera quedado a una de sus hijas. Acto seguido, pidió a Giselle que ayudara a su hermana a vestirse decentemente, ya que, para ella, Emma llevaba un vestido demasiado simple para asistir a palacio, mientras, ella, fue a arreglarse también, dejando el cuidado de los visitantes al ama de llaves.
Giselle escogió un vestido de su propio armario, ya que sabía que su hermana no tenía ninguno que fuera perfecto para la ocasión, pues Emma era muy sencilla. Mientras esta última se cambiaba de ropa con el vestido que le había dado su hermana, el cual tenía mangas largas y cuello de cisne, además de una falda en un color amarillo casi dorado, Emma no pudo evitar decir todo lo que había acallado frente a su madre.
—Hermana, ¿cómo puede ser posible que me quede ese zapato? —dijo Emma a Giselle sin poder concebir que aquel zapato le hubiese quedado tan bien, no podía entender su mala suerte—. Giselle, no puedo casarme con el príncipe —añadió con desesperación.
—Emma, mi querida hermanita, sabes que no puedes resistirte a las órdenes del rey o las consecuencias podrían ser nefastas —respondió Giselle ayudando a su hermana a vestirse—. Además, posiblemente el príncipe te rechace como a todas las damas anteriores —añadió en un intento de darle algo de aliento a su hermana, quién estaba tan blanca, que se podría creer que desmayaría en cualquier instante.
Esas últimas palabras fueron la fuerza para Emma y su mayor esperanza, casarse con aquel príncipe grosero no era una opción para ella. La menor de las Kinstong terminó de vestirse y se miró en el espejo, donde se vio demasiado adornada, se notaba que era un vestido de su hermana y no suyo, pues era tan llamativo como Giselle en un salón de baile.
Cuando estuvo lista, ambas hermanas bajaron, y los caballeros quedaron asombrados por lo diferente que se veía Emma, su belleza y su hermoso vestido la hacían verse como toda una princesa.
Lady Kinstong y su hija menor partieron junto a los otros caballeros hacia el palacio dejando la casa a cargo de Giselle. El viaje duró alrededor de un cuarto de hora, y en ese tiempo, lady Kinstong habló de tanto en tanto con los caballeros, en cambio, su hija no abrió la boca en ningún instante, pues estaba sumida en sus pensamientos y preocupaciones por su futuro.
En el palacio fueron conducidas por los lujosos corredores hasta un salón de paredes blancas y doradas, adornadas con enormes cuadros de caballeros antiguos y reyes con vestimentas bien elaboradas y llamativas. En el centro del salón había varios sillones y sofás de colores dorados y cojines rojos. En el sofá más grande de la sala se encontraba sentado el rey y en un sillón adyacente, el príncipe, ambos con su habitual postura recta.
Los recién llegados hicieron una reverencia, y seguidamente se hizo la presentación de las damas. A continuación, el rey pidió que se le probara nuevamente la zapatilla, y así se hizo, pero esta vez se lo probó un criado, que se hallaba tras el asiento del monarca.
—Perfecta —dijo el criado cuando el zapato estuvo en el pie de Emma.
—Lo siento mucho, pero, he de decir que la joven a la que busco no es usted —expresó el príncipe con premura mientras miraba a Emma desde su posición—. Espero que me disculpe por hacerla perder el tiempo.
Emma no se sintió decepcionada para nada, al contrario, tuvo que contener una sonrisa por lo feliz que estaba por ello, y para evitar ser vista sonriendo, bajo la cabeza como si fuera un pesar su rechazo, y le expresó la aceptación de sus disculpas. Acto seguido se puso en pie con disposición de marcharse, pero las palabras del rey impidieron que se diera siquiera un paso.
—¡Se acabó! —exclamó el soberano poniéndose en pie con exasperación—. No rechazaras a una nueva señorita, te casaras con la señorita Kinstong, hija de sir Kinstong, y no se hable más —anunció haciendo que tanto su hijo como Emma lo miraran con el mayor asombro y espanto.
—Pero, Majestad, el zapato no es mío, aunque me quede —replicó Emma ante una mirada de desaprobación.
—¡Osas desafiar mis palabras! —dijo el rey con un enojo latente en cada una de sus palabras.
Emma bajó la cabeza y solo fue capaz de negar con la cabeza mientras observaba el suelo, nunca había visto a una persona tan enojada, ni siquiera a su padre cuando su madre lo sacaba de quicio o viceversa.
—Entonces, todo está aclarado, la boda se realizará dentro de dos meses —habló nuevamente el rey, pero esta vez con un tono de voz más bajo, aunque aún se denotaba enojo—. Vivirá aquí durante este tiempo, ya que debe ser instruida —añadió refiriéndose a Emma, quien aún no podía alzar la mirada.
Lady Kinstong finalmente habló para preguntarle al soberano si su hija se quedaría sola, teniendo la esperanza de que la invitación se extendiera a toda la familia. No obstante, no fue así, sino que el rey le aseguró que su hija sería atendida de la mejor manera en el palacio y que la señora Nicols, encargada del palacio se haría cargo de ella, además de tener una doncella personal y una institutriz que le enseñaría las costumbres de palacio, a lo que lady Kinstong no reclamó, pues no quería provocar la ira del soberano.