Mike Whiterson, un adolescente de 14 años, llegaba a su hogar en el pueblo más limpio y pintoresco del condado, un lugar donde las apariencias y el estatus social reinaban. Mike siempre sintió que no encajaba allí, aunque la tranquilidad del lugar contrastaba con el bullicio de su propia casa. Él era el hermano del medio, o como él se autodenominaba, “el olvidado”, aunque en el fondo sabía que era él quien más estrés causaba en su familia con sus ocurrencias.
Los Whiterson lo esperaban ansiosos, especialmente la matriarca, quien rezaba para que su hijo no regresara con más escándalos y se hubiera transformado en un adolescente ejemplar como su primogénito, Josh. Su padre, por su parte, solo deseaba que creciera y se independizara. Los Whiterson eran una familia adinerada, con un estatus social que habían mantenido impecable durante la ausencia de Mike.
Al verlo llegar en la aburrida carroza de su tío Burgo, se tensaron al instante, temiendo alguna nueva locura. Sin embargo, el chico descendió despreocupadamente, como si solo hubiera salido a dar un paseo.
Sus hermanos lo recibieron con los brazos abiertos, y él correspondió con la mayor alegría y comodidad posible. Su madre lo llenó de besos en la cara, ante lo cual Mike dejó caer los brazos, resignado a no poder evitarlo.
El almuerzo transcurrió tranquilo, con todos escuchando a Mike relatar las tareas que su tío le había hecho realizar para “enderezarlo”: trabajar con el ganado, ordeñar vacas, esquilar ovejas, cortar grandes árboles, levantar paja y limpiar y arreglar cosas de la casa. Solo tenía tiempo libre por la noche, pero a esa hora ya estaba exhausto.
No admitió que solo los domingos, cuando su tío iba a la iglesia, aprovechaba para cabalgar y extrañaba a su familia, dejando de lado la rigidez de los Whiterson. Siempre miraba el horizonte, esperando volver. Ese año fue de enseñanzas, claro está, pero había perdido sus estudios por su año de autodescubrimiento y “enderezamiento”. Sus amigos le mandaban cartas, esperando su regreso y ansiosos por los chismes que pudiera traer.
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Al acabar el fin de semana, que pasó ayudando en casa y jugando con sus hermanos, Mike hacía bromas verbales, evitando las físicas para no regresar a la casa de su tío. Sus padres, aliviados, aún se preocupaban por su regreso a la escuela, ya que había perdido un año y tendría que repetirlo. Aunque todo el pueblo lo conocía, su madre se aseguró de que su hijo fuera tratado con dignidad, negándose a sobornar a nadie para que lo ascendieran al siguiente año. Con esta acción, dejó claro que su hijo había cambiado y ya no era el rebelde que todos recordaban.
Mike odiaba eso, pues amaba su reputación: le temían y no se metían con él, le tenían respeto, aunque nunca lastimó a nadie físicamente. Sin embargo, sí había causado daños materiales a muchos ciudadanos, como el día en que, “sin querer” (según él), quemó el campo de cerezos del señor Mortenso, cuya cosecha prometía ser magnífica y muy lucrativa. Y así de dañinas locuras cometía nuestro querido amigo Mike; lo demás, lo dejo a su imaginación.
Hablaban de todo un poco, hasta que su hermana se encontró con sus amigas y se adelantó con ellas. Mike caminaba despreocupado y lentamente, lo que provocó que su hermano rodara los ojos y lo mirara.
Al ver que sus hermanos estaban a una larga distancia, Mike frenó para respirar y tranquilizarse. Fingir, fingir era lo que más odiaba. ¿Por qué fingir? Era divertido y carismático, admitía ser un poco loco, pero no tanto como para ser castigado duramente.
Suspiró y miró a su alrededor, dándose cuenta de que parecía un loco hablando en medio del campo. Caminó lentamente, ya que una tardanza no era un castigo eterno. De pronto, sintió una ráfaga de viento que le trajo el aroma a jazmín, pero no había ninguna planta de jazmín, solo árboles simples y flores silvestres. Miró a su alrededor y vio un pañuelo colgando de un arbusto cerca de la escuela. Lo tomó y lo olió: de ahí provenía el olor. Lo examinó detenidamente y notó que era de color morado.
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Editado: 03.09.2025