Espectros

4

En el viento que se comenzó a colar por la ventana, permanecía el olor a humedad y a flores. La cortina floreada estaba enredada, Arden luchó un instante para lograr asomar el rostro, apartándola a un lado, con pesadez.

—No se ve nada, Helena. Creo que ese tipo nos ha tomado el pelo —dijo Arden con decepción en la voz—. Quizá eso del recorrido también es una mentira.

—¿Lo crees?

—Es obvio. No puede haber un carnaval aquí. Solo mira. —Hizo un gesto para que Helena se acercara a la ventana—. Está vacío, oscuro y… creo que podría llover de nuevo.

—Bueno —comenzó a decir Helena, haciéndose espacio a su lado para mirar—, estamos en un sitio oculto por la roca, es lógico que esté demasiado oscuro. Supongo que tendrán alguna fuente de luz o…

Pero cuando iba a agregar alguna idea, un chasquido, seguido de un chisporroteo de luz, les hizo aguzar el oído.

Los haces de luz volvieron a presentarse, esta vez en otro sitio. Las figuras eran tenues, pero en cada chispazo eran visibles.

—Debes estar bromeando —farfulló Arden. Dio un paso atrás para apreciar mejor las luces.

—¡Vamos a ver! —vociferó Helena, agitada.

Ambas abandonaron la habitación y recorrieron con cautela el pasillo; la recepción estaba desierta y la puerta de entrada estaba abierta. Seguramente el hombre había salido también a echar un vistazo. El olor a flores se había intensificado, notó Arden. Olfateó varias veces, intentando descifrar a qué especie podía pertenecer aquel aroma suave y a la vez intenso. El juego de luz y sombra se fue haciendo más y más perceptible cuando alcanzaron el umbral. Helena estaba boquiabierta, observando las luces que hacían brillar sus ojos.

—¡Esto es asombroso!

Arden no lo discutió. Aquello era fascinante. Pero los sonidos le estaban crispando los nervios. Era como el arrastrar de algo metálico, algo oscuro. La sensación que estaba experimentando era la misma que le provocaba el muro combado y afilado. El sonido parecía venir de detrás de ella. Se volvió, pero no vio ni escuchó nada de nuevo, salvo el súbito bullicio del exterior.

Se deshizo de unas ideas alocadas sacudiendo la cabeza, y salió al fin para reunirse con Helena frente al hostal. A merced de la oscuridad y luces de colores, Arden sintió de nuevo aquel malestar. La realidad ondulaba de nuevo, el calor intenso le hacía sudar, empapándole la camisa y haciendo que jadeara.

Repentinamente, el espacio que conformaba el centro de la aldea, el que tenía el hueco, se iluminó por completo. El ruido apabulló sus oídos. Poco a poco, comprendió que estaba rodeada de aldeanos que aplaudían y vitoreaban algo que no alcanzaba a ver desde el hostal.

Todos los asistentes del carnaval estaban ataviados con ropas de colores brillantes y agradables. Y usaban máscaras de formas extravagantes. Arden apoyó la palma en la pared más cercana y dejó que sus ojos se habituaran a los destellos.

—¿Cómo es posible? —dijo casi sin voz.

El espacio estaba ricamente adornado, cosa que no había visto cuando llegaron. ¿Era posible que, en unas cuantas horas, los aldeanos hubieran vuelto y arreglado con detalle todo lo que estaba mirando sin hacer ni un solo ruido? La respuesta lógica era un rotundo «NO».

—Supongo que es otro de los trucos para los visitantes. Deben tener todo oculto de alguna forma, ¿no lo crees? —intentó adivinar Helena, frotándose la barbilla.

—Es probable —respondió Arden, pero lo dudaba.

—Mira eso —continuó Helena con emoción—. Anda, vamos a acercarnos un poco más. ¿Escuchas la música?

Arden no escuchaba nada, pero de repente, sus oídos capturaron la melodía lúgubre que comenzaba a rebotar contra las paredes de roca, haciéndose cada vez más fuerte.

Arden contuvo el impulso de llevarse las palmas a los oídos. La melodía era sombría, era cierto, pero le resultaba atractiva.

Involuntariamente, comenzó a andar hacia el centro del espacio, donde la mayoría de los aldeanos danzaban a un ritmo fuera de lo común, balanceándose de un lado a otro, sin dejar de aplaudir. Arden se detuvo abruptamente, sus ojos se quedaron fijos en el punto donde una enorme cesta le presentaba los frutos que había visto en el río. Metió las manos a los bolsillos, presa de una repentina tentación. ¡De verdad deseaba tocar uno!

—¡Oye! No te alejes así, podrías perderte. Recuerda que nuestros móviles no funcionan aquí —la reprendió Helena, que había corrido tras ella, temiendo perderle el rastro.

Al notar lo que Arden estaba mirando, continuó:

—¿Qué serán? ¿Se pueden comer? —preguntó, mirando alrededor, pero nadie tenía esas cosas en sus manos. Permanecían en la cesta, y eran pocas, comparadas con la cantidad de aldeanos que había por ahí.

Arden no respondió, sin embargo, dio media vuelta para dejar de mirar aquellas cosas de forma asimétrica.

—¿Qué se supone que debemos hacer aquí? —preguntó.

—No tengo idea —contestó Helena—. Pero podemos quedarnos de aquel lado, cerca del hostal y mirar cómo se desarrolla esto.

Su compañera estuvo de acuerdo y se encaminaron de vuelta hacia el hostal. Les sorprendió ver al hombre de recepción esperándolas con un par de máscaras de colores llamativos y formas indescriptibles, pero que parecían monstruos sacados de alguna retorcida pesadilla.




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