Espejos De Cristal Y Oro

Prólogo

La noche se alzaba, vestida de gala, sobre el palacio de la reina. Las lámparas de cristal colgaban como estrellas invertidas, proyectando destellos dorados y plateados que danzaban sobre los suelos de mármol, pulidos hasta reflejar el resplandor de las opulentas candelabros.

El aroma de los jardines, saturado de rosas y jazmines, se deslizaba entre las amplias puertas abiertas, mezclándose con el perfume caro de las damas y el discreto aroma de tabaco de los caballeros. En ese palacio que parecía flotar en un sueño de riqueza y poder, la sociedad se reunía para celebrar, ostentar y, más que nada, observar.

Entre los asistentes, destacaba una figura que parecía esculpida en el mármol más fino, un joven duque cuya elegancia y porte no tenían igual. Adrian de Montclair era una visión de contrastes. Con apenas veintidós años, su piel era blanca y tersa, como la porcelana más delicada, mientras que su cabello, negro como la medianoche, caía en ondas suaves que enmarcaban un rostro de una perfección casi irreal.

Sus ojos, dorados como monedas antiguas, parecían contener secretos de otros tiempos, insondables y profundos. Vestía un traje blanco y dorado, bordado en hilos de oro, como si él mismo fuese parte de la realeza; una figura casi mítica en aquel mundo de apariencias.

Adrian era la joya codiciada por todas las mujeres presentes. Las viudas, las jóvenes que debutaban en sociedad, las madres con hijas en edad de casarse; todas ellas veían en el joven duque la oportunidad perfecta para consolidar su estatus.

Sin embargo, Adrian las ignoraba a todas sin excepción. A su alrededor, mujeres de todas las edades lo observaban con deseo y anhelo, pero para él no eran más que sombras, figuras indistintas en un cuadro que, aunque espléndido, no lograba cautivar su atención. Su corazón, como un cofre de ébano cerrado con llave, permanecía inalcanzable, más allá de las delicadas sonrisas y los seductores pestañeos.

La familia de Montclair era una de las más influyentes del reino. Su nombre resonaba en los círculos de poder como un símbolo de prestigio y respeto. Generaciones de políticos, consejeros de la reina y estrategas militares habían moldeado el destino de la nación.

La fortuna de los Montclair no era solo económica; era una riqueza de influencia, de conexiones tejidas como un manto invisible que abarcaba toda la aristocracia. Adrian, como único heredero, estaba destinado a continuar ese legado, un deber que lo mantenía atado a una vida de apariencia perfecta, sin margen para la libertad.

Entre los asistentes, Julien Armand brillaba de manera distinta. A diferencia del duque, quien emanaba una elegancia fría y casi sobrenatural, Julien era un destello cálido en la multitud. Rubio de cabellos dorados como el trigo al sol y ojos de un celeste que evocaba cielos despejados, su sola presencia llenaba el ambiente de una energía cautivante.

Era músico, y no cualquier músico; era el prodigio que había conquistado a la nobleza con su maestría en el piano. Julien tocaba como si sus manos fueran capaces de arrancar susurros del alma de cada nota, haciéndolas vibrar en el aire como un amante que acaricia la piel de su amada. Cuando interpretaba, las mujeres cerraban los ojos, dejándose llevar, como si él les hiciera el amor con cada acorde, y los hombres lo observaban con una mezcla de admiración y envidia.

A pesar de su origen humilde, Julien había sido aceptado en los círculos aristocráticos debido a su talento. Admirado, respetado, e incluso deseado por algunas damas que osaban fantasear con su encanto exótico, Julien era consciente de su posición y jugaba con ella, manteniendo siempre una distancia prudente.

Sabía que su lugar en aquella sociedad era frágil, dependiente de su capacidad para deslumbrar sin desentonar, para ser parte de la élite sin realmente pertenecer a ella. Esa noche, había sido invitado a tocar en la fiesta de la reina, y su presencia no pasaba desapercibida.

Sin embargo, mientras las damas y caballeros disfrutaban de la velada, dos figuras se movían en la penumbra, observando y juzgando con miradas frías y calculadoras. Lord Charles Beaumont, un hombre alto y esbelto de cabello oscuro y mirada afilada, destacaba por su porte casi fúnebre.

Su piel, pálida como la cera, y sus ojos, oscuros y profundos, le daban el aspecto de un depredador al acecho. Era un hombre temido en los círculos aristocráticos, conocido por su habilidad para manipular y su disposición a arruinar reputaciones si eso le beneficiaba.

Para Charles, las personas no eran más que piezas en un tablero que él movía a su conveniencia, siempre con una expresión inescrutable que infundía respeto y temor a partes iguales.

A su lado se encontraba Lady Marguerite Rousseau, una mujer de belleza indiscutible, cuyos ojos verdes destellaban con una ambición que apenas podía ocultar detrás de su sonrisa dulce. Marguerite era el tipo de belleza que atrapaba la mirada de todos los hombres, salvo, por supuesto, la del duque Adrian.

Esa indiferencia era una espina clavada en su vanidad, y su rechazo la había transformado en una aliada peligrosa para Charles. Decidida a conquistar el título de duquesa y acceder al prestigio que eso le daría, Marguerite no reparaba en los medios necesarios para alcanzar su objetivo. Su piel, de un tono marfil impecable, y su cabello oscuro, que caía en cascadas perfectas, la convertían en la fantasía de muchos, pero dentro de ella solo habitaban la codicia y la frialdad.

La velada avanzaba en medio de música y risas controladas, los invitados moviéndose como piezas de ajedrez sobre el suelo de mármol, cada uno ocupando su lugar en el intrincado juego de la aristocracia.

Los salones del palacio estaban decorados con esplendor; los candelabros colgaban como soles privados sobre las cabezas de los asistentes, proyectando luces doradas y plateadas que resaltaban el brillo de los vestidos de las damas, adornados con encajes y joyas que reflejaban la opulencia de quienes las llevaban.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.