El sol se alzaba perezosamente sobre los amplios terrenos de la mansión de los Montclair, sus rayos dorados filtrándose a través de los altos ventanales, creando patrones de luz y sombra en el suelo de mármol.
Era un nuevo día en la vida del duque Adrian, un día que prometía ser otro de esos espectáculos de lujo y superficialidad que definían su existencia. Fuera de los muros de su hogar, Adrian era el epítome de la aristocracia, un joven admirado por todos, cuya vida parecía estar compuesta por hilos de oro y cristal.
Sin embargo, tras esas paredes ornamentadas, la realidad era otra. La mansión, aunque magnífica, se sentía como una prisión, un laberinto de expectativas y apariencias que pesaban como cadenas sobre su espíritu.
Su madre, Lady Eveline, una mujer de belleza deslumbrante y superficialidad asombrosa, vivía en un mundo de fiestas y frivolidades, donde cada evento social era un escenario que debía ser cuidadosamente orquestado. Para ella, las sonrisas y los susurros eran el oxígeno de su existencia, y esperaba que su hijo, como nuevo duque, cumpliese con cada uno de los papeles que le exigía la sociedad.
— Adrian, querido, hoy debemos asegurarnos de que todos hablen de nuestra cena de gala — le había dicho con un tono imperativo, como si la aprobación de la alta sociedad dependiera de ello.
Lady Eveline siempre llevaba una sonrisa, pero sus ojos, vacíos de verdadera emoción, brillaban con la avaricia del poder y la popularidad.
— Quiero que te vistas con ese nuevo traje blanco que mandé hacer; resaltarás entre los demás, lo que consolidará nuestro estatus.
Las palabras de su madre resonaban en su mente, un eco de obligaciones y normas que lo seguían a cada paso. Adrian, con su piel de alabastro y cabello negro como la tinta, era una visión que deslumbraba en los eventos, un verdadero príncipe en un mundo de princesas.
Pero dentro de él, una tormenta oscurecía su alma, una lucha interna que pocos podían percibir. A medida que se vestía con el elegante traje blanco y dorado, la tela fina se sentía como una segunda piel, suave y opresiva al mismo tiempo, recordándole que la imagen era todo, y que su verdadera esencia debía permanecer oculta.
— ¿Por qué no puedo ser como los demás? — se preguntó, mientras ajustaba su corbata con manos temblorosas. La presión era abrumadora, como una losa de mármol que aplastaba su pecho, limitando su respiración.
En cada gala, cada reunión, se convertía en un actor en un escenario interminable, interpretando el papel de un duque perfecto, cuando en su interior anhelaba la libertad de ser simplemente Adrian, un joven enamorado que soñaba con el rostro del músico que había robado su corazón.
Su tío, Lord Alaric, se sumaba a esta opresión. Un hombre de negocios con una visión fría y calculadora, siempre pensaba en el poder y la influencia por encima de los lazos familiares. La relación entre ambos era tensa, llena de silencios incómodos y miradas afiladas como cuchillos.
— Debes enfocarte en la familia, Adrian. La empresa necesita tu apoyo. Tu padre siempre dijo que los Montclair deben permanecer en la cima — le reprochaba a menudo, como si el legado familiar se basara únicamente en números y acuerdos, y no en los corazones de sus miembros.
— ¿Pero a qué costo? — se preguntaba Adrian, sintiendo la rabia y la tristeza burbujear en su interior.
Sus pensamientos lo llevaron de regreso a Julien, el joven músico cuyo espíritu libre y talento incomparable le traían una paz que su vida familiar jamás podría ofrecerle. La imagen de Julien tocando el piano, su cuerpo inclinado hacia el instrumento, los dedos moviéndose con una elegancia innata, llenaba su mente como una sinfonía.
Su amor por Julien crecía con cada día que pasaba, como una flor que se abría a la luz del sol en medio de un invierno perpetuo.
A miles de kilómetros de allí, Julien Armand se sumía en su mundo, donde la música era su refugio y su pasión. En su modesto departamento, la luz del sol se filtraba a través de las ventanas, iluminando el polvo en el aire, creando un ambiente que resonaba con la calidez de su hogar.
Allí, Julien podía permitirse soñar, dejar que sus pensamientos vagaran hacia Adrian, el joven duque cuya existencia lo había atrapado en un torbellino de emociones. Sentado frente a su piano de caoba, comenzó a tocar, sus dedos deslizándose sobre las teclas con una suavidad que parecía hablar un lenguaje propio.
La música brotaba de él como un río desbordado, cada nota era una caricia, cada acorde un susurro al viento. En su mente, la imagen de Adrian era un faro en la oscuridad, iluminando su corazón con el recuerdo de sus breves encuentros.
Mientras tocaba, Julien se imaginaba acariciando no las teclas, sino el rostro de su amado, sintiendo la suavidad de su piel bajo sus dedos. Era un acto de amor, un viaje íntimo donde cada melodía evocaba las sonrisas de Adrian, los momentos compartidos entre las sombras del jardín, donde se sentían verdaderamente libres.
Sin embargo, una punzada de desesperación atravesaba su pecho.
— ¿Por qué no puedo tenerlo? — se cuestionaba mientras sus dedos danzaban sobre el piano, creando una melodía tan bella como triste.
Su amor por Adrian era como una tormenta, poderosa y arrebatadora, pero también dolorosa, un constante recordatorio de que su corazón deseaba algo que el mundo nunca permitiría. Las notas se intensificaron, llenando el aire con un clamor de angustia y anhelo, y Julien se dejaba llevar por el torrente de emociones que amenazaba con consumirlo.
El sudor comenzaba a humedecer su frente, y su respiración se hacía más rápida, mientras cada acorde resonaba en el aire como un lamento. La habitación se llenaba de ecos que hablaban de lo que no podía ser, del amor prohibido que ardía en su corazón.
— Adrian… — murmuró, como si pronunciar su nombre pudiera traerlo a su lado. La música se convirtió en su única forma de expresión, un idioma secreto donde cada melodía contenía el peso de su deseo y el dolor de la separación.