Espejos De Cristal Y Oro

La Cautividad De Los Corazones

Julien se sentó nuevamente al piano, sintiendo cómo sus manos temblaban todavía con el eco de la amenaza que Charles había dejado caer sobre su vida como una sombra helada.

La carta permanecía en la esquina de su mente, pero en su corazón latía el rostro de Adrian, más vívido que nunca. En ese momento, la furia y el amor se entrelazaron en su interior, un torbellino indomable que buscaba salida en cada nota que brotaba de las entrañas de su piano.

Sus dedos comenzaron a deslizarse sobre las teclas, al principio con suavidad, como un susurro tímido que se transformaba en un caudal de emociones. La música emergía de él como un torrente, cada nota se convertía en una caricia, un roce, una confesión silenciosa hacia su amado Adrian.

Era como si el piano se desdibujara frente a él y, en su lugar, apareciera el cuerpo del duque, con su piel de alabastro y sus ojos dorados, mirándolo con esa intensidad que le arrancaba el aliento. Julien tocaba como si las teclas fuesen la piel de Adrian, y cada presión de sus dedos fuera una caricia desesperada, un intento de acercarse más, de fundirse con él en la oscuridad que los envolvía.

Su respiración se tornó más pesada, cada inhalación era un suspiro contenido, y el aire de la habitación parecía vibrar con el ardor de su deseo. Cerró los ojos, dejando que la música lo condujera hacia el recuerdo de su último encuentro en los jardines del palacio, en ese rincón oculto donde se habían besado como si el mundo pudiera terminar en cualquier instante.

En su mente, el piano se desvanecía y él podía sentir el roce de los labios de Adrian sobre los suyos, el sabor agridulce de su amor prohibido, el calor de su aliento que aún ardía en su piel.

Pero de pronto, un sonido interrumpió la corriente de su pasión. Unos pasos sigilosos se acercaban, y Julien se sobresaltó, abriendo los ojos para ver a Louis, uno de sus estudiantes más jóvenes, quien lo miraba con una sonrisa cargada de algo más que respeto.

Louis era un joven atractivo, de cabello oscuro y una mirada profunda que muchas veces dejaba entrever una admiración que traspasaba la barrera de lo profesional. Su sonrisa era suave, pero cargada de una sensualidad implícita, una invitación que Julien percibía, aunque no correspondía.

Louis era un excelente estudiante, lleno de entusiasmo y talento, pero el corazón de Julien pertenecía solo a Adrian, y ningún otro rostro o cuerpo podía alterar esa verdad.

— Perdona, maestro — dijo Louis, su voz acariciante y cálida, como el ronroneo de un gato — No quise interrumpir… pero la puerta estaba entreabierta y no pude resistir la tentación de escucharlo tocar.

Julien respiró hondo, intentando calmar su acelerado corazón, su mirada regresando a la realidad que Louis representaba. Aunque había dejado de tocar, su respiración seguía entrecortada, su pecho subía y bajaba con el eco de la música aún resonando en su interior.

Sabía que Louis lo miraba con un interés más allá de lo académico, pero él mantenía una distancia firme, una barrera invisible que delineaba su relación con él.

— Louis, sabes que esta hora es para mis estudios personales. Las lecciones comienzan en la mañana — dijo Julien, en un tono gentil, pero firme. Intentó sonreír para suavizar sus palabras, aunque su mente estaba todavía atrapada en el recuerdo de Adrian, y su corazón, aunque latía fuerte, no tenía espacio para nadie más.

Louis lo observó durante unos segundos, sus ojos centelleando con una mezcla de atracción y curiosidad.

— Lo entiendo, maestro. Disculpe mi atrevimiento — respondió, inclinando la cabeza con una sonrisa que intentaba ser discreta, aunque su mirada seguía explorando el rostro de Julien como si buscara un resquicio donde colarse.

Pero Julien permanecía impasible, su alma ya ocupada por una sombra más profunda, una que le pertenecía en exclusiva al duque de Montclair.

En otra parte de la ciudad, la mansión Montclair resplandecía con una majestuosa quietud. En el amplio despacho de madera oscura y paredes decoradas con tapices y retratos de antiguos duques, Adrian esperaba en silencio.

Había recibido la orden de su madre de recibir a Lord Charles Beaumont, quien insistía en hablar de “importantes asuntos de negocios”.

Adrian sabía que Charles no era un hombre de confiar, y que cualquier “asunto” con él traería consigo una carga de malas intenciones disfrazadas de oportunidades.

Pero su madre había insistido con una determinación que no le dejaba más opción que obedecer, al menos esta vez.

Charles entró al despacho con esa expresión imperturbable que tanto lo caracterizaba, sus ojos oscuros observando a Adrian como si pudiera ver más allá de su fachada impecable.

Para Adrian, la presencia de Charles era como una sombra que contaminaba el aire de la habitación, llenándola de un frío insidioso que lo hacía apretar los dientes en un intento por mantener la compostura.

— Lord Beaumont — saludó Adrian con una leve inclinación de cabeza, sin molestarse en esconder su indiferencia. Charles, sin embargo, se limitó a sonreír, una sonrisa en la que no había nada de calidez.

— Es un placer, duque de Montclair — respondió Charles, con esa voz baja y controlada que parecía siempre llevar una amenaza oculta — Lamento molestarlo, pero creo que ambos comprendemos la importancia de mantener el legado de su familia intacto. Me he permitido traer algunas propuestas de inversión que podrían interesarle.

Adrian escuchaba, pero su atención vagaba. Cada palabra de Charles le sonaba vacía, como un eco monótono que rebotaba en su mente sin dejar ninguna marca. Las cifras, los términos, todo se le antojaba banal y sin sentido.

En su mente, solo resonaba el nombre de Julien, y la tensión de sus últimos encuentros clandestinos. La indiferencia de Adrian no pasó desapercibida para Charles, quien comenzó a mostrar una ligera irritación, un destello de impaciencia que hacía chispear sus oscuros ojos.




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